Hoy ha muerto
mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su
madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada.
Quizá haya sido ayer.
El asilo de
ancianos está en Marengo, a ochenta kilómetros de Argel. Tomaré el autobús a
las dos y llegaré por la tarde. De esa manera podré velarla, y regresaré
mañana por la noche. Pedí dos días de licencia a mi patrón y no pudo
negármelos ante una excusa semejante. Pero no parecía satisfecho. Llegué a
decirle: «No es culpa mía.» No me respondió. Pensé entonces que no debía
haberle dicho esto. Al fin y al cabo, no tenía por qué excusarme. Más bien le
correspondía a él presentarme las condolencias. Pero lo hará sin duda pasado
mañana, cuando me vea de luto. Por ahora, es un poco como si mamá no
estuviera muerta. Después del entierro, por el contrario, será un asunto
archivado y todo habrá adquirido aspecto más oficial.
Tomé el autobús
a las dos. Hacía mucho calor. Comí en el restaurante de Celeste como de
costumbre. Todos se condolieron mucho de mí, y Celeste me dijo: «Madre hay
una sola.» Cuando partí, me acompañaron hasta la puerta. Me sentía un poco
aturdido pues fue necesario que subiera hasta la habitación de Manuel para
pedirle prestados una corbata negra y un brazal. El perdió a su tío hace unos
meses.
Corrí para
alcanzar el autobús. Me sentí adormecido sin duda por la prisa y la carrera,
añadidas a los barquinazos, al olor a gasolina y a la reverberación del
camino y del cielo. Dormí casi todo el trayecto. Y cuando desperté, estaba
apoyado contra un militar que me sonrió y me preguntó si venía de lejos. Dije
«sí» para no tener que hablar más.
El asilo está a
dos kilómetros del pueblo. Hice el camino a pie. Quise ver a mamá en seguida.
Pero el portero me dijo que era necesario ver antes al director. Como estaba
ocupado, esperé un poco. Mientras tanto, el portero me estuvo hablando, y en
seguida vi al director. Me recibió en su despacho. Era un viejecito condecorado
con la Legión de Honor. Me miró con sus ojos claros. Después me estrechó la
mano y la retuvo tanto tiempo que yo no sabía cómo retirarla. Consultó un
legajo y me dijo: «La señora de Meursault entró aquí hace tres años. Usted
era su único sostén.» Creí que me reprochaba alguna cosa y empecé a darle
explicaciones. Pero me interrumpió: «No tiene usted por qué justificarse,
hijo mío. He leído el legajo de su madre. Usted no podía subvenir a sus
necesidades. Ella necesitaba una enfermera. Su salario es modesto. Y, al fin
de cuentas, era más feliz aquí.» Dije: «Sí, señor director.» El agregó: «Sabe
usted, aquí tenía amigos, personas de su edad. Podía compartir recuerdos de
otros tiempos. Usted es joven y ella debía de aburrirse con usted.»
Era verdad. Cuando
mamá estaba en casa pasaba el tiempo en silencio, siguiéndome con la mirada.
Durante los primeros días que estuvo en el asilo lloraba a menudo. Pero era
por la fuerza de la costumbre. Al cabo de unos meses habría llorado si se la
hubiera retirado del asilo. Siempre por la fuerza de la costumbre. Un poco
por eso en el último año casi no fui a verla. Y también porque me quitaba el
domingo, sin contar el esfuerzo de ir hasta el autobús, tomar los billetes y
hacer dos horas de camino.
El director me
habló aún. Pero casi no le escuchaba. Luego me dijo: «Supongo que usted
quiere ver a su madre.» Me levanté sin decir nada, y salió delante de mí. En
la escalera me explicó: «La hemos llevado a nuestro pequeño depósito. Para no
impresionar a los otros. Cada vez que un pensionista muere, los otros se
sienten nerviosos durante dos o tres días. Y dificulta el servicio.»
Atravesamos un patio en donde había muchos ancianos, charlando en pequeños
grupos. Callaban cuando pasábamos. Y reanudaban las conversaciones detrás de
nosotros. Hubiérase dicho un sordo parloteo de cotorras. En la puerta de un
pequeño edificio el director me abandonó: «Le dejo a usted, señor Meursault.
Estoy a su disposición en mi despacho. En principio, el entierro está fijado
para las diez de la mañana. Hemos pensado que así podría usted velar a la
difunta. Una última palabra: según parece, su madre expresó a menudo a sus
compañeros el deseo de ser enterrada religiosamente. He tomado a mi cargo
hacer lo necesario. Pero quería informar a usted.» Le di las gracias. Mamá,
sin ser atea, jamás había pensado en la religión mientras vivió.
Entré. Era una
sala muy clara, blanqueada a la cal, con techo de vidrio. Estaba amueblada
con sillas y caballetes en forma de X. En el centro de la sala, dos
caballetes sostenían un féretro cerrado con la tapa. Sólo se veían los
tornillos relucientes, hundidos apenas, destacándose sobre las tapas pintadas
de nogalina. Junto al féretro estaba una enfermera árabe, con blusa blanca y
un pañuelo de color vivo en la cabeza.
En ese momento
el portero entró por detrás de mí. Debió de haber corrido. Tartamudeó un
poco: «La hemos tapado, pero voy a destornillar el cajón para que usted pueda
verla.» Se aproximaba al féretro cuando lo paré. Me dijo: «¿No quiere usted?»
Respondí: «No.» Se detuvo, y yo estaba molesto porque sentía que no debí
haber dicho esto. Al cabo de un instante me miró y me preguntó: «¿Por qué?»,
pero sin reproche, como si estuviera informándose. Dije: «No sé.» Entonces,
retorciendo el bigote blanco, declaró, sin mirarme: «Comprendo.» Tenía ojos
hermosos, azul claro, y la tez un poco roja. Me dio una silla y se sentó
también, un poco a mis espaldas. La enfermera se levantó y se dirigió hacia
la salida. El portero me dijo: «Tiene un chancro.» Como no comprendía, miré a
la enfermera y vi que llevaba, por debajo de los ojos, una venda que le
rodeaba la cabeza. A la altura de la nariz la venda estaba chata. En su
rostro sólo se veía la blancura del vendaje.
Cuando hubo
salido, el portero habló: «Lo voy a dejar solo.» No sé qué ademán hice, pero
se quedó, de pie detrás de mí. Su presencia a mis espaldas me molestaba.
Llenaba la habitación una hermosa luz de media tarde. Dos abejorros zumbaban
contra el techo de vidrio. Y sentía que el sueño se apoderaba de mí. Sin
volverme hacia él, dije al portero: «¿Hace mucho tiempo que está usted aquí?»
Inmediatamente respondió: «Cinco años», como si hubiese estado esperando mi
pregunta.
Charló mucho en
seguida. Se habría que dado muy asombrado si alguien le hubiera dicho que
acabaría de portero en el asilo de Marengo. Tenía sesenta y cuatro años y era
parisiense. Le interrumpí en ese momento: «¡Ah! ¿Usted no es de aquí?» Luego
recordé que antes de llevarme a ver al director me había hablado de mamá. Me
había dicho que era necesario enterrarla cuanto antes porque en la llanura
hacía calor, sobre todo en esta región. Entonces me había informado que había
vivido en París y que le costaba mucho olvidarlo. En París se retiene al
muerto tres, a veces cuatro días. Aquí no hay tiempo; todavía no se ha hecho
uno a la idea cuando hay que salir corriendo detrás del coche fúnebre. Su
mujer le había dicho: «Cállate, no son cosas para contarle al señor.» El
viejo había enrojecido y había pedido disculpas. Yo intervine para decir:
«Pero no, pero no...» Me pareció que lo que contaba era apropiado e
interesante.
En el pequeño
depósito me informó que había ingresado en el asilo como indigente. Como se
sentía válido, se había ofrecido para el puesto de portero. Le hice notar que
en resumidas cuentas era pensionista. Me dijo que no. Ya me había llamado la
atención la manera que tenía de decir: «ellos», «los otros» y, más raramente,
«los viejos», al hablar de los pensionistas, algunos de los cuales no tenían
más edad que él. Pero, naturalmente, no era la misma cosa. El era portero y,
en cierta medida, tenía derechos sobre ellos.
La enfermera
entró en ese momento. La tarde había caído bruscamente. La noche habíase
espesado muy rápidamente sobre el vidrio del techo. El portero oprimió el
conmutador y quedé cegado por el repentino resplandor de la luz. Me invitó a
dirigirme al refectorio para cenar. Pero no tenía hambre. Me ofreció entonces
traerme una taza de café con leche. Como me gusta mucho el café con leche,
acepté, y un momento después regresó con una bandeja. Bebí. Tuve deseos de
fumar. Pero dudé, porque no sabía si podía hacerlo delante de mamá.
Reflexioné. No tenía importancia alguna. Ofrecí un cigarrillo al portero y
fumamos.
En un momento
dado, me dijo: «Sabe usted, los amigos de su señora madre van a venir a
velarla también. Es la costumbre. Tengo que ir a buscar sillas y café negro.»
Le pregunté si se podía apagar una de las lámparas. El resplandor de la luz
contra las paredes blancas me fatigaba. Me dijo que no era posible. La
instalación estaba hecha así: o todo o nada. Después no le presté mucha
atención. Salió, volvió, dispuso las sillas. Sobre una de ellas apiló tazas
en torno de una cafetera. Luego se sentó enfrente de mí, del otro lado de
mamá. También estaba la enfermera, en el fondo, vuelta de espaldas. Yo no
veía lo que hacía. Pero por el movimiento de los brazos me pareció que tejía.
La temperatura era agradable, el café me había recalentado y por la puerta
abierta entraba el aroma de la noche y de las flores. Creo que dormité un
poco.
Me despertó un
roce. Como había tenido los ojos cerrados, la habitación me pareció aún más
deslumbrante de blancura. Delante de mí no había ni la más mínima sombra, y
cada objeto, cada ángulo, todas las curvas, se dibujaban con una pureza que
hería los ojos. En ese momento entraron los amigos de mamá. Eran una decena
en total, y se deslizaban en silencio en medio de aquella luz enceguecedora.
Se sentaron sin que crujiera una silla. Los veía como no he visto a nadie
jamás, y ni un detalle de los rostros o de los trajes se me escapaba. Sin
embargo, no los oía y me costaba creer en su realidad. Casi todas las mujeres
llevaban delantal, y el cordón que les ceñía la cintura hacía resaltar aún
más sus abultados vientres. Nunca había notado hasta qué punto podían tener
vientre las mujeres ancianas. Casi todos los hombres eran flaquísimos y
llevaban bastón. Me llamaba la atención no ver los ojos en los rostros, sino
solamente un resplandor sin brillo en medio de un nido de arrugas. Cuando se
hubieron sentado, casi todos me miraron e inclinaron la cabeza con modestia,
los labios sumidos en la boca desdentada, sin que pudiera saber si me
saludaban o si se trataba de un tic. Creo más bien que me saludaban. Advertí
en ese momento que estaban todos cabeceando, sentados enfrente de mí, en
torno del portero. Por un momento tuve la ridícula impresión de que estaban
allí para juzgarme.
Poco después
una de las mujeres se echó a llorar. Estaba en segunda fila, oculta por una
de sus compañeras, y no la veía bien. Lloraba con pequeños gritos,
regularmente; me parecía que no se detendría jamás. Los demás parecían no
oírla. Se mostraban abatidos, tristes y silenciosos. Miraban el féretro o a
sus bastones, o a cualquier cosa, pero no miraban a nada más. La mujer seguía
llorando. Yo estaba muy asombrado porque no la conocía. Hubiera querido no
oírla más. Sin embargo, no me atrevía a decírselo. El portero se inclinó
hacia ella y le habló, pero sacudió la cabeza, murmuró algo, y continuó
llorando con la misma regularidad. El portero vino entonces hacia mi lado. Se
sentó cerca de mí. Después de un rato bastante largo me informó sin mirarme:
«Estaba muy unida con su señora madre. Dice que era su única amiga aquí y que
ahora ya no le queda nadie »
Quedamos un
largo rato así. Los suspiros y los sollozos de la mujer se hicieron más
raros. Sorbía mucho, luego calló por fin. Yo no tenía más sueño, pero me
sentía fatigado y me dolía la cintura. Ahora me resultaba penoso el silencio
de todas esas gentes. Sólo de vez en cuando oía un ruido singular y no podía comprender
qué era. A la larga acabé por adivinar que algunos de los ancianos chupaban
el interior de las mejillas y dejaban escapar unos raros chasquidos. Tan
absortos estaban en sus pensamientos que ni se daban cuenta. Tenía la
impresión de que aquella muerta, acostada en medio de ellos, no significaba
nada ante sus ojos Pero creo ahora que era una impresión falsa.
Todos tomamos
café, servido por el portero. Después, no sé más. La noche pasó. Recuerdo que
en cierto momento abrí los ojos y vi que los ancianos dormían amontonados,
excepto uno que me miraba fijamente, con la barbilla apoyada en el dorso de
las manos aferradas al bastón, como si no esperase sino mi despertar. Luego
volví a dormirme. Me desperté porque cada vez me dolía mas la cintura. El día
resbalaba sobre el techo de vidrio. Poco después uno de los ancianos se
despertó, y tosió mucho. Escupía en un gran pañuelo a cuadros y cada una de
las escupidas era como un desgarramiento. Despertó a los demás, y el portero
dijo que debían marcharse. Se levantaron. La incómoda velada les había dejado
los rostros de color ceniza. Al salir, con gran asombro mío, todos me
estrecharon la mano, como si esa noche durante la cual no cambiamos una
palabra hubiese acrecentado nuestra intimidad.
Estaba
fatigado. El portero me condujo a su habitación y pude arreglarme un poco.
Tomé café con leche, que estaba muy bueno. Cuando salí era completamente de
día. Sobre las colinas que separan a Marengo del mar, el cielo estaba
arrebolado. Y el viento traía olor a sal. Se preparaba un hermoso día. Hacía
mucho que no iba al campo y sentía el placer que habría tenido en pasearme de
no haber sido por mamá.
Pero esperé en
el patio, debajo de un plátano. Aspiraba el olor de la tierra fresca y no
tenía más sueño. Pensé en los compañeros de oficina. A esta hora se
levantaban para ir al trabajo; para mí era siempre la hora más difícil.
Reflexioné un momento sobre esas cosas, pero me distrajo una campana que
sonaba en el interior de los edificios. Hubo movimientos detrás de las
ventanas: luego, todo quedó en calma. El sol estaba algo más alto en el
cielo; comenzaba a calentarme los pies. El portero cruzó el patio y me dijo
que el director me llamaba. Fui a su despacho. Me hizo firmar cierta cantidad
de documentos. Vi que estaba vestido de negro con pantalón a rayas. Tomó el
teléfono y me interpeló: «Los empleados de pompas fúnebres han llegado hace
un momento. Voy a pedirles que vengan a cerrar el féretro. ¿Quiere usted ver
antes a su madre por última vez?» Dije que no. Ordenó por teléfono, bajando
la voz: «Figeac, diga usted a los hombres que pueden ir.»
En seguida me
dijo que asistiría al entierro y le di las gracias. Se sentó ante el
escritorio y cruzó las pequeñas piernas. Me advirtió que yo y él estaríamos
solos, con la enfermera de servicio. En principio los pensionistas no debían
de asistir a los entierros.
El sólo les
permitía velar. «Es cuestión de humanidad», señaló. Pero en este caso había
autorizado a seguir el cortejo a un viejo amigo de mamá: «Tomás Pérez». Aquí
e director sonrió. Me dijo: «Comprende usted, es un sentimiento un poco
pueril. Pero él y su madre casi no se separaban. En el asilo les hacían bromas;
le decían a Pérez: 'Es su novia.' Pérez reía. Aquello les complacía. La
muerte de la señora de Meursault le ha afectado mucho. Creí que no debía de
negarle la autorización. Pero le prohibí velarla ayer, por consejo del médico
visitador.»
Quedamos silenciosos
bastante tiempo. El director se levantó y miró por la ventana del despacho.
Después de un momento observó:
«Ahí está el
cura de Marengo. Viene antes de la hora.» Me advirtió que llevaría tres
cuartos de hora de marcha, por lo menos, llegar a la iglesia, que se halla en
el pueblo mismo. Bajamos, Delante del edificio estaban el cura y dos
monaguillos. Uno de éstos tenía el incensario, y el sacerdote se inclinaba
hacia él para regular el largo de la cadena de plata. Cuando llegamos, el
sacerdote se incorporó. Me llamó "hijo mío" y me dijo algunas
palabras. Entró; yo le seguí.
Vi de una
ojeada que los tornillos del féretro estaban hundidos y que había cuatro
hombres negros en la habitación. Oí al mismo tiempo al director decirme que
el coche esperaba en la calle y al sacerdote comenzar las oraciones. A partir
de ese momento todo se desarrolló muy rápidamente. Los hombres avanzaron
hacia el féretro con un lienzo. El sacerdote, sus acompañantes, el director y
yo salimos. Delante de la puerta estaba una señora que no conocía. «El señor
Meursault», dijo el director. No oí el nombre de la señora y comprendí
solamente que era la enfermera delegada. Inclinó sin una sonrisa el rostro
huesudo y largo. Luego nos apartamos para dejar pasar el cuerpo. Seguimos a los
hombres que lo llevaban y salimos del asilo. Delante de la puerta estaba el
coche. Lustroso, oblongo y brillante, hacía pensar en una caja de lápices. A
su lado estaban el empleado de la funeraria, hombrecillo de traje ridículo y
un anciano de aspecto tímido. Comprendí que era Pérez. Llevaba un fieltro
blando de copa redonda y alas anchas (se lo quitó cuando el féretro pasó por
la puerta) un traje cuyo pantalón se arrollaba sobre los zapatos, y un lazo
de género negro demasiado pequeño para la camisa de cuello blanco grande. Los
labios le temblaban bajo la nariz mechada de puntos negros. Los cabellos
blancos, bastante finos, dejaban pasar unas curiosas orejas, colgantes y mal
orladas, cuyo color rojo sangre me sorprendió en aquella pálida fisonomía. El
hombre de la funeraria nos indicó nuestros lugares. El sacerdote caminaba
delante; luego el coche; en torno de él, los cuatro hombres. Detrás, el
director, yo y, cerrando la marcha, la enfermera delegada y Pérez.
El cielo estaba
lleno de sol. Comenzaba a pesar sobre la tierra y el calor aumentaba
rápidamente. No sé por qué habíamos esperado tanto tiempo antes de ponernos
en marcha. Tenía calor con mi traje oscuro El viejecito, que se había
cubierto, se quitó nuevamente el sombrero. Me había vuelto un poco hacia su
lado y le miraba cuando el director me habló de él. Me dijo que a menudo mi
madre y Pérez iban a pasear por la tarde hasta el pueblo, acompañados por una
enfermera. Miré el campo a mi alrededor. A través de las líneas de cipreses
que aproximaban las colinas al cielo, de aquella tierra rojiza y verde, de
aquellas casas, pocas y bien dibujadas, comprendía a mi madre. La tarde, en
esta región, debía de ser como una tregua melancólica. Hoy, el sol
desbordante que hacía estremecer el paisaje, lo tornaba inhumano y
deprimente.
Nos pusimos en
marcha. En ese momento noté que Pérez renqueaba ligeramente. Poco a poco el
coche tomaba velocidad y el anciano perdía terreno. Uno de los hombres que
rodeaban el coche también se había dejado pasar y caminaba ahora a mi altura.
Me sorprendía la rapidez con qué el sol se elevaba en el cielo. Advertí que
hacía ya tiempo que el campo resonaba con el canto de los insectos y el
crujir de la hierba. El sudor me corría por las mejillas. Como no tenía
sombrero, me abanicaba con el pañuelo. El empleado de pompas fúnebres me dijo
entonces algo que no oí. Al mismo tiempo se enjugaba el cráneo con un pañuelo
que tenía en la mano izquierda, mientras que con la derecha levantaba el
borde de la gorra. Le dije: «¿Cómo?» Repitió señalando al cielo: «Está
sofocante.» Dije: «Sí.» Poco después me preguntó: «¿Es su madre la que va
ahí?» Otra vez dije: «Sí.» «¿Era vieja?» Respondí: «Más o menos», pues no
sabía la edad exacta. En seguida se calló. Me di vuelta y vi al viejo Pérez a
unos cincuenta metros detrás de nosotros. Se apresuraba columpiando el
sombrero al vaivén del brazo Mire también al director. Caminaba con mucha
dignidad, sin un gesto inútil. Algunas gotas de sudor le perlaban la frente
pero no las enjugaba.
Me pareció que
el cortejo marchaba un poco mas de prisa. A mi alrededor continuaba siempre
el mismo campo luminoso colmado de sol. El resplandor del cielo era
insostenible. En un momento dado pasamos por una parte del camino que había
sido arreglada recientemente: El sol había hecho estallar el alquitrán. Los
pies se hundían en el y dejaban abierta su carne brillante. Por encima del
coche, la galera luciente del cochero parecía haber sido amasada con ese
fango negro. Yo estaba un poco perdido entre el cielo azul y blanco y la
monotonía de aquellos colores, negro viscoso del alquitrán abierto, negro
opaco de las ropas, negro lustroso del coche. Todo esto, el sol, el olor del
cuero y del estiércol del coche, el del barniz y el del incienso y la fatiga
de una noche de insomnio, me turbaba la mirada y las ideas. Me volví una vez
más: Pérez me pareció muy lejos, perdido en una nube de calor; luego, no lo
divisé más. Lo busqué con la mirada y vi que había dejado el camino y tomado
a campo traviesa. Comprobé también que el camino doblaba delante de mí.
Comprendí que Pérez, que conocía la región, cortaba campo para alcanzarnos.
Al dar la vuelta se nos había reunido. Luego lo perdimos. Volvió a tomar a
campo traviesa, y así varias veces. Yo sentía la sangre que me golpeaba en
las sienes.
Todo ocurrió en
seguida con tanta precipitación, certidumbre y naturalidad, que no recuerdo
nada más. Sólo una cosa: a la entrada del pueblo la enfermera delegada me
habló. Tenía una voz singular, que no correspondía a su rostro; una voz
melodiosa y trémula. Me dijo: «Si uno anda despacio, corre el riesgo de una
insolación. Pero si anda demasiado aprisa, transpira y, en la iglesia, pesca
un resfriado.» Tenía razón. No había escapatoria. Todavía retengo algunas
imágenes de aquel día: por ejemplo, el rostro de Pérez cuando se nos reunió
cerca del pueblo por última vez. Gruesas lágrimas de nerviosidad y de pena le
chorreaban por las mejillas. Pero las arrugas no las dejaban caer. Se
extendían, se juntaban y formaban un barniz de agua sobre el rostro marchito.
Hubo también la iglesia y los aldeanos en las aceras, los geranios rojos en
las tumbas del cementerio, el desvanecimiento de Pérez (habríase dicho un
títere dislocado), la tierra color de sangre que rodaba sobre el féretro de
mamá, la carne blanca de las raíces que se mezclaban, gente aún, voces, el
pueblo, la espera delante de un café el incesante ronquido del motor, y mi
alegría cuando el autobús entró en el nido de luces de Argel y pensé que iba
a acostarme y a dormir durante doce horas.
II
Cuando me
desperté comprendí por qué el patrón tenía aspecto descontento cuando le pedí
los dos días de licencia: hoy es sábado. Por decirlo así, lo había olvidado,
pero se me ocurrió la idea al levantarme. Naturalmente, el patrón pensó que
con el domingo tendría cuatro días de licencia, y eso no podía gustarle.
Pero, por una parte, no es culpa mía que hayan enterrado a mamá ayer en vez
de hoy, y, por otra parte, hubiera tenido el sábado y el domingo de todos
modos. Por supuesto, esto no me impide comprender a mi patrón.
Me costó
levantarme porque la jornada de ayer me había cansado. Mientras me afeitaba
me pregunté qué podía hacer y resolví ir a bañarme. Tomé el tranvía para ir
al establecimiento de baños del puerto. Allí me zambullí en la entrada. Había
muchos jóvenes. En el agua encontré a María Cardona, antigua dactilógrafa de
mi oficina, a la que había deseado en otro tiempo. Creo que ella también.
Pero se había marchado poco después y no tuvimos ocasión. La ayudé a subir a
una balsa y rocé sus senos en ese movimiento. Yo estaba todavía en el agua
cuando ella ya se había colocado boca abajo sobre la balsa. Se volvió hacia
mí. Tenía los cabellos sobre los ojos y reía. Me icé a su lado sobre la
balsa. El tiempo estaba espléndido y, como bromeando, dejé ir la cabeza hacia
atrás y la posé sobre su vientre. No dijo nada y quedé así. Me daba en los
ojos todo el cielo, azul y dorado. Bajo la nuca sentía latir suavemente el
vientre de María. Nos quedamos largo rato sobre la balsa, medio dormidos.
Cuando el sol estuvo demasiado fuerte se zambulló y la seguí. La alcancé,
pasé la mano alrededor de su cintura y nadamos juntos. Ella reía siempre. En
el muelle mientras nos secábamos me dijo: «Soy más morena que tú.» Le
pregunté si quería ir al cine esa noche. Volvió a reír y me dijo que quería
ver una película de Fernandel. Cuando nos hubimos vestido pareció muy
asombrada al verme con corbata negra y me preguntó si estaba de luto. Le dije
que mamá había muerto. Como quisiera saber cuándo, respondí: «Ayer.» Se
estremeció un poco, pero no dijo nada. Estuve a punto de decirle que no era
mi culpa, pero me detuve porque pensé que ya lo había dicho a mi patrón. Todo
esto no significaba nada. De todos modos uno siempre es un poco culpable.
Por la noche
María había olvidado todo. La película era graciosa a ratos y, luego,
demasiado tonta, en verdad. Ella apretaba su pierna contra la mía. Yo le
acariciaba los senos. Hacia el fin de la función, la besé, pero mal. Al salir
vino a mi casa.
Cuando me
desperté, María se había marchado. Me había explicado que tenía que ir a casa
de su tía. Pensé que era domingo y me fastidió: no me gusta el domingo. Me di
vuelta en la cama, busqué en la almohada el olor a sal que habían dejado allí
los cabellos de María, y dormí hasta las diez. Luego estuve fumando
cigarrillos hasta mediodía, siempre acostado. No quería almorzar en el
restaurante de Celeste como de costumbre, porque indudablemente me hubieran
formulado preguntas, cosa que no me gusta. Cocí unos huevos y los comí solos,
sin pan, porque no tenía más y no quería bajar a comprarlo.
Después del
almuerzo me aburrí un poco y erré por el departamento. Resultaba cómodo
cuando mamá estaba allí. Ahora es demasiado grande para mí, y he debido
trasladar a mi cuarto la mesa del comedor. No vivo más que en esta
habitación, entre sillas de paja un poco hundidas, el ropero cuyo espejo está
amarillento, el tocador y la cama de bronce. El resto está abandonado. Un
poco más tarde, por hacer algo, cogí un periódico viejo y lo leí. Recorté un
aviso de las sales Kruschen y lo pegué en un cuaderno viejo donde pongo las
cosas que me divierten en los periódicos. También me lavé las manos y, para
concluir, me asomé al balcón.
Mi cuarto da
sobre la calle principal del barrio. Era una hermosa tarde. Sin embargo, el
pavimento estaba grasiento; había poca gente y apurada. Pasó primero una
familia que iba de paseo: dos niños de traje marinero, los pantalones sobre
las rodillas, un tanto trabados dentro de las ropas rígidas, y una niña con
un gran lazo color de rosa y zapatos de charol. Detrás de ellos, una madre
enorme vestida de seda castaña, y el padre, un hombrecillo bastante endeble
que conocía de vista. Llevaba sombrero de paja, corbata de lazo, y un bastón
en la mano. Al verle con su mujer comprendí por qué en el barrio se decía de
él que era distinguido. Un poco más tarde pasaron los jóvenes del arrabal, de
pelo lustroso y corbata roja, chaqueta muy ajustada, bolsillo bordado y
zapatos de punta cuadrada. Pensé que iban a los cines del centro porque
partían muy temprano y se apresuraban a tomar el tranvía, riendo
estrepitosamente.
Después que
ellos pasaron, la calle quedó poco a poco desierta. Creo que en todas partes
habían comenzado los espectáculos. En la calle sólo quedaban los tenderos y
los gatos. Sobre las higueras que bordeaban la calle el cielo estaba límpido,
pero sin brillo. En la acera de enfrente el cigarrero sacó la silla, la
instaló delante de la puerta, y montó sobre ella, apoyando los dos brazos en
el respaldo. Los tranvías, un momento antes cargados de gente, estaban casi
vacíos. En el cafetín Chez Pierrot, contiguo a la cigarrería, el mozo barría
aserrín en el salón desierto. Era realmente domingo.
Volví a la
silla y la coloqué como la del cigarrero porque me pareció que era más
cómodo. Fumé dos cigarrillos, entré a buscar un trozo de chocolate, y volví a
la ventana a comerlo. Poco después el cielo se oscureció y creí que íbamos a
tener una tormenta de verano. Se despejó poco a poco, sin embargo. Pero el
paso de las nubes había dejado en la calle una promesa de lluvia que la volvía
más sombría. Quedó largo rato mirando el cielo.
A las cinco los
tranvías llegaron ruidosamente. Traían del estadio circunvecino racimos de
espectadores colgados de los estribos y de los pasamanos. Los tranvías
siguientes trajeron a los jugadores, que reconocí por las pequeñas valijas.
Gritaban y cantaban a voz en cuello que su club no perecería jamás. Varios me
hicieron señas. Uno hasta llegó a gritarme: «¡Les ganamos!» Dije: «Sí»,
sacudiendo la cabeza. A partir de ese instante los automóviles comenzaron a
afluir.
El día avanzó
un poco más. El cielo enrojeció sobre los techos y, con la tarde que caía,
las calles se animaron. Pero a poco regresaban los paseantes. Reconocí al
señor distinguido en medio de otros. Los niños lloraban o se dejaban
arrastrar. Casi en seguida los cines del barrio volcaron sobre la calle una
marea de espectadores. Los jóvenes tenían gestos más resueltos que de
costumbre y pensé que habían visto una película de aventuras. Los que
regresaban de los cines del centro llegaron un poco más tarde. Parecían más
graves. Todavía reían, pero sólo de cuando en cuando; parecían fatigados y
soñadores. Se quedaron en la calle, yendo y viniendo por la acera de
enfrente. Las jóvenes del barrio andaban tomadas del brazo, en cabeza. Los
muchachos se habían arreglado para cruzarse con ellas y les lanzaban piropos
de los que ellas reían volviendo la cabeza. Varias que yo conocía me hicieron
señas.
Las lámparas de
la calle se encendieron bruscamente e hicieron palidecer las primeras
estrellas que surgían en la noche. Sentía fatigárseme los ojos mirando las
aceras con su cargamento de hombres y de luces. Las lámparas hacían relucir
el piso grasiento y, con intervalos regulares, los tranvías volcaban sus
reflejos sobre los cabellos brillantes, una sonrisa, o una pulsera de plata.
Poco después, con los tranvías más escasos y la noche ya oscura sobre los
árboles y las lámparas, el barrio se vació insensiblemente, hasta que el
primer gato atravesó lentamente la calle de nuevo desierta. Pensé entonces
que era necesario comer. Me dolía un poco el cuello por haber estado tanto
tiempo apoyado en el respaldo de la silla. Bajé a comprar pan y pastas,
cociné y comí de pie. Quise fumar aún un cigarrillo en la ventana, pero sentí
un poco de frío. Eché los cristales y, al volverme, vi por el espejo un
extremo de la mesa en el que estaban juntos la lámpara de alcohol y unos
pedazos de pan. Pensé que, después de todo, era un domingo de menos, que mamá
estaba ahora enterrada, que iba a reanudar el trabajo y que, en resumen, nada
había cambiado.
III
Hoy trabajé
mucho en la oficina. El patrón estuvo amable. Me preguntó si no estaba
demasiado cansado y quiso saber también la edad de mamá. Dije «alrededor de
los sesenta» para no equivocarme y no sé por qué pareció quedar aliviado y
considerar que era un asunto concluido.
Sobre mi mesa
se apilaba un montón de conocimientos y tuve que examinarlos todos. Antes de
abandonar la oficina para ir a almorzar me lavé las manos. Me gusta mucho ese
momento a mediodía. Por la tarde encuentro menos placer porque la toalla sin
fin que utilizamos está completamente húmeda; ha servido durante toda la
jornada. Un día se lo hice notar al patrón. Me respondió que era de lamentar,
pero que asimismo era un detalle sin importancia. Salí un poco tarde, a las
doce y media, con Manuel, que trabaja en la expedición. La oficina da al mar
y perdimos un momento mirando los barcos de carga en el puerto ardiente de
sol. En ese instante llegó un camión en medio de un estrépito de cadenas y
explosiones. Manuel me preguntó: «¿Vamos?», y eché a correr. El camión nos
dejó atrás y nos lanzamos en su persecución. El ruido y el polvo me ahogaban.
No veía nada más y no sentía otra cosa que el desordenado impulso de la
carrera, en medio de los tornos y de las máquinas, de los mástiles que
danzaban en el horizonte y de los cabos que esquivábamos. Fui el primero en
tomar apoyo y salté al vuelo. Luego ayudé a Manuel a sentarse. Estábamos sin
resuello. El camión saltaba sobre el pavimento desparejo del muelle, en medio
del polvo y del sol. Manuel reía hasta perder el aliento.
Llegamos
empapados a casa de Celeste. Allí estaba como siempre, con el vientre
abultado, el delantal y los bigotes blancos. Me preguntó si «andaba bien a
pesar de todo.» Le dije que sí y que tenía hambre. Comí rápidamente y tomé
café. Luego volví a mi casa; dormí un poco porque había bebido demasiado
vino, y al despertar tuve ganas de fumar. Era tarde, y corrí para alcanzar un
tranvía. Trabajé toda la tarde. Hacía mucho calor en la oficina y cuando salí
al atardecer me sentí feliz caminando de vuelta lentamente a lo largo de los
muelles. El cielo estaba verde. Me sentía contento. Sin embargo, volví
directamente a mi casa porque quería prepararme unas papas hervidas.
Al subir topé
en la escalera oscura con el viejo Salamano, mi vecino de piso. Estaba con su
perro. Hace ocho años que se los ve juntos. El podenco tiene una enfermedad
en la piel, creo que sarna, que le hace perder casi todo el pelo y lo cubre
de placas y costras oscuras. A fuerza de vivir con él, solos los dos en una
pequeña habitación, el viejo Salamano ha concluido por parecérsele. Tiene
costras rojizas en el rostro y pelo amarillo y escaso. A su vez el perro ha
tomado del amo una especie de andar encorvado, con el hocico hacia adelante y
el cuello tendido. Parecen de la misma raza y, sin embargo, se detestan. Dos
veces por día, a once y a las seis, el viejo lleva el perro a pasear. Desde
hace ocho años no han cambiado el itinerario. Puede vérseles a lo largo de la
calle de Lyon, el perro tirando hombre hasta que el viejo Salamano tropieza.
Entonces pega al perro y lo insulta. El perro se arrastra de terror y se deja
arrastrar. Y el viejo debe tirar de él. Cuando el perro ha olvidado, aplasta
de nuevo al amo y de nuevo el amo le pega y lo insulta. Entonces quedan los
dos en la acera y se miran, el perro con terror, el hombre con odio. Así
todos los días. Cuando el perro quiere orinar, el viejo no le da tiempo y
tira; el podenco siembra tras sí un reguero de gotitas. Si por casualidad el
perro lo hace en la habitación, entonces también le pega. Hace ocho años que
ocurre lo mismo. Celeste dice siempre que «es una desgracia», pero, en el
fondo, no se puede saber. Cuando lo encontré en la escalera, Salamano estaba
insultando al perro. Le decía: «¡Cochino! ¡Carroña!», y el perro gemía. Dije:
«Buenas tardes», pero el viejo continuó con los insultos. Entonces le
pregunté qué le había hecho el perro. No me respondió. Decía solamente:
«¡Cochino! ¡Carroña!» Me lo imaginaba, inclinado sobre el perro, arreglando alguna
cosa en el collar. Hablé más alto. Entonces me respondió sin volverse, con
una especie de rabia contenida: «Se queda siempre ahí.» Y se marchó tirando
del animal, que se dejaba arrastrar sobre las cuatro patas y gemía.
En ese mismo
momento entró el segundo vecino de piso. En el barrio se dice que vive de las
mujeres. Sin embargo, cuando se le pregunta acerca de su oficio, es
«guardalmacén». En general, es poco querido. Pero me habla a menudo y a veces
entra un momento en mi habitación porque yo le escucho. Encuentro interesante
lo que dice. Por otra parte, no tengo razón alguna para no hablarle. Se llama
Raimundo Sintés. Es bastante pequeño, con hombros anchos y nariz de boxeador.
Va siempre muy correctamente vestido. También él me ha dicho, hablando de Salamano:
«¡Dígame si no es una desgracia!» Me preguntó si no me repugnaba y respondí
que no.
Subimos y le
iba a dejar, cuando me dijo: «Tengo en mi habitación morcilla y vino. ¿Quiere
usted comer algo conmigo?...» Pensé que me evitaría cocinar y acepté. El
también tiene una sola pieza, con una cocina sin ventana. Sobre la cama hay
un ángel de estuco blanco y rosa, fotos de campeones y dos o tres clisés de
mujeres desnudas. La habitación estaba sucia y la cama deshecha. Encendió
primero la lámpara de petróleo; luego extrajo del bolsillo una venda bastante
sucia y se envolvió la mano derecha. Le pregunté qué tenía. Me dijo que había
tenido una trifulca con un sujeto que le buscaba camorra.
«Comprende
usted, señor Meursault», me dijo, «no se trata de que yo sea malo; pero soy
rápido. El otro me dijo: 'Baja del tranvía si eres hombre.' Yo le dije: '¡Vamos,
quédate tranquilo!' Me dijo que yo no era hombre. Entonces bajé y le dije:
'Basta, es mejor; o te rompo la jeta.' Me contestó: '¿Con qué?' Entonces le
pegué. Se cayó. Yo iba a levantarlo. Pero me tiró unos puntapiés desde el
suelo. Entonces le di un rodillazo y dos taconazos. Tenía la cara llena de
sangre. Le pregunté si tenía bastante. Me dijo: 'Sí.'» Durante todo este
tiempo Sintés arreglaba el vendaje. Yo estaba sentado en la cama. Me dijo:
«Usted ve que no lo busqué. El se metió conmigo.» Era verdad y lo reconocí.
Entonces me declaró que precisamente quería pedirme un consejo con motivo de
este asunto; que yo era un hombre que conocía la vida; que podía ayudarlo y
que inmediatamente sería mi camarada. No dije nada y me preguntó otra vez si
quería ser su camarada.
Dije que me era
indiferente, y pareció quedar contento. Sacó una morcilla, la cocinó en la
sartén, y colocó vasos, platos, cubiertos y dos botellas de vino. Todo en
silencio. Luego nos instalamos. Mientras comíamos comenzó a contarme la historia.
Al principio vacilaba un poco. «Conocí a una señora..., para decir verdad era
mi amante...» El hombre con quien se había peleado era el hermano de esa
mujer. Me dijo que la había mantenido. No contesté nada y sin embargo se
apresuró a añadir que sabía lo que se decía en el barrio, pero que tenía su
conciencia limpia y que era guardalmacén.
«Pero volviendo
a mi historia», me dijo, «me di cuenta de que me engañaba». Le daba lo
necesario para vivir. Pagaba el alquiler de la habitación y le daba veinte
francos por día para el alimento. "Trescientos francos por la pieza,
seiscientos francos por el alimento, un par de medias de vez en cuando, esto
sumaba mil francos. Y la señora no trabajaba. Pero me decía que era poco, que
no le alcanzaba con lo que le daba. Sin embargo, yo le decía: '¿Por qué no
trabajas medio día? Me ayudarías para todas las cosas chicas. Este mes te he
comprado un conjunto, te pago veinte francos por día, te pago el alquiler, y
tú lo que haces es tomar café por las tardes con tus amigas. Tú les das el
café y el azúcar. Yo te doy el dinero. Me he portado bien contigo y tú me
correspondes mal.' Pero no trabajaba, decía que no le alcanzaba, y así me di
cuenta de que había engaño.»
Me contó
entonces que le había encontrado un billete de lotería en el bolso sin que
ella pudiera explicarle cómo lo había comprado. Poco después encontró en casa
de ella una papeleta del Monte de Piedad, prueba de que había empeñado dos
pulseras. Hasta ahí él ignoraba la existencia de las pulseras. «Vi bien claro
que me engañaba. Entonces la dejé. Pero antes le di una paliza. Y le canté
las verdades. Le dije que todo lo que quería era divertirse. Usted comprende,
señor Meursault, yo le dije: 'No ves que la gente está celosa de la felicidad
que te doy. Más tarde te darás cuenta de la felicidad que tenías.'»
Le había pegado
hasta hacerla sangrar. Antes no le pegaba. «La golpeaba pero con ternura, por
así decir. Ella gritaba un poco. Yo cerraba las persianas y todo concluía
como siempre. Pero ahora es serio. Y para mí no la he castigado bastante.»
Me explicó
entonces que por eso necesitaba consejo. Se interrumpió para arreglar la
mecha de la lámpara que carbonizaba. Yo continuaba escuchándole. Había bebido
casi un litro de vino y me ardían las sienes. Como no me quedaban más
cigarrillos fumaba los de Raimundo. Los últimos tranvías pasaban y llevaban
consigo los ruidos ahora lejanos del barrio. Raimundo continuó. Le fastidiaba
«sentir todavía deseos de hacer el coito con ella.» Pero quería castigarla.
Primero había pensado llevarla a un hotel y llamar a los «costumbres» para
provocar un escándalo y hacerla fichar como prostituta. Luego se había
dirigido a los amigos que tenía en el ambiente. Pero no se les había ocurrido
nada. Y para eso no valía la pena ser del ambiente, como me lo hacía notar
Raimundo. Se lo había dicho, y ellos entonces le propusieron «marcarla.» Pero
no era eso lo que él quería. Iba a reflexionar. Pero antes deseaba
preguntarme algo. Por otra parte, antes de preguntármelo, quería saber qué
opinaba de la historia, Respondí que no opinaba nada, pero que era
interesante. Me preguntó si creía que le había engañado, y a mí me parecía,
por cierto, que le había engañado. Me preguntó si encontraba que se la debía
castigar y qué haría yo en su lugar. Le dije que era difícil saber, pero
comprendí que quisiera castigarla. Bebí todavía un poco de vino. Encendió un
cigarrillo y me descubrió su idea. Quería escribirle una carta «con patadas y
al mismo tiempo cosas para hacerla arrepentir.» Después, cuando regresara, se
acostaría con ella, y «justo en el momento de acabar» le escupiría en la cara
y la echaría a la calle. Me pareció que, en efecto, de ese modo quedaría
castigada. Pero Raimundo me dijo que no se sentía capaz de escribir la carta
adecuada y que había pensado en mí para redactarla. Como no dijera nada, me
preguntó si me molestaría hacerlo en seguida y respondí que no.
Bebió un vaso
de vino y se levantó. Apartó los platos y la poca morcilla fría que habíamos
dejado. Limpió cuidadosamente el hule de la mesa. Sacó de un cajón de la mesa
de noche una hoja de papel cuadriculado, un sobre amarillo, un pequeño
cortaplumas de madera roja y un tintero cuadrado, con tinta violeta. Cuando
me dijo el nombre de la mujer vi que era mora. Hice la carta. La escribí un
poco al azar, pero traté de contentar a Raimundo porque no tenía razón para
no dejarlo contento. Luego leí la carta en alta voz. Me escuchó fumando y
asintiendo con la cabeza, y me pidió que la releyera. Quedó enteramente
contento. Me dijo: «Sabía que tú conocías la vida.» Al principio no advertí
que me tuteaba. Sólo cuando me declaró: «Ahora eres un verdadero camarada, me
llamó la atención. Repitió la frase, y dije: «Sí.» Me era indiferente ser su
camarada y él realmente parecía desearlo. Cerró el sobre y terminamos el
vino. Luego quedamos un momento fumando sin decir nada. Afuera todo estaba en
calma y oímos deslizarse un auto que pasaba. Dije: «Es tarde.» Raimundo
pensaba lo mismo. Hizo notar que el tiempo pasaba rápidamente, y, en cierto
sentido, era verdad. Tenía sueño, pero me costaba levantarme. Debía de tener
aspecto fatigado porque Raimundo me dijo que no había que dejarse abatir. En
el primer momento no comprendí. Me explicó entonces que se había enterado de
la muerte de mamá pero que era una cosa que debía de llegar un día u otro.
Era lo que yo pensaba.
Me levanté.
Raimundo me estrechó la mano con fuerza y me dijo que entre hombres siempre
acaba uno por entenderse. Al salir de la pieza cerré la puerta y quedé un
momento en el rellano, en la oscuridad. La casa estaba tranquila y de las
profundidades de la caja de la escalera subía un soplo oscuro y húmedo. No
oía más que los golpes de la sangre zumbándome en los oídos y quedé inmóvil.
Pero en la habitación del viejo Salamano el perro gimió sordamente.
IV
Trabajé mucho
toda la semana. Raimundo vino y me dijo que había enviado la carta. Fui dos
veces al cine con Manuel, que nunca comprende lo que sucede en la pantalla.
Siempre hay que darle explicaciones. Ayer era sábado, y María vino, como
habíamos convenido. La deseé mucho porque tenía un lindo vestido a rayas
rojas y blancas, y sandalias de cuero. Se adivinaban sus senos firmes, y el
tostado del sol le daba un rostro de flor. Tomamos un autobús y fuimos a
algunos kilómetros de Argel a una playa encerrada entre rocas y rodeada de
cañaverales del lado de la ribera. El sol de las cuatro no calentaba
demasiado, pero el agua estaba tibia, con pequeñas olas alargadas y
perezosas. María me enseñó un juego. Al nadar había que beber en la cresta de
las olas, conservar en la boca toda la espuma, y ponerse en seguida de
espaldas para proyectarla hacia el cielo. Se formaba entonces un encaje
espumoso que se desvanecía en el aire o caía como lluvia tibia sobre la cara.
Pero al cabo sentí la boca quemada por la amargura de la sal. María se me
acercó entonces y se estrechó contra mí en el agua. Puso su boca contra la
mía. Su lengua refrescaba mis labios y rodamos entre las olas durante un
momento.
Cuando nos
vestimos nuevamente en la playa, María me miraba con ojos brillantes. La besé.
A partir de ese momento no hablamos más. La estreché contra mí y nos
apresuramos a buscar un autobús, regresar, ir a casa y arrojarnos sobre la
cama. Había dejado la ventana abierta y era agradable sentir derramarse la
noche de verano sobre nuestros cuerpos morenos.
Esa mañana
María se quedó y le dije que almorzaríamos juntos. Bajé a comprar carne. Al
subir oía una voz de mujer en la habitación de Raimundo. Poco después, el
viejo Salamano regañó al perro, oímos ruido de suelas y uñas en los peldaños
de madera de la escalera y luego: «¡Cochino! ¡Carroña!» Salieron a la calle.
Conté a María la historia del viejo y se rió. Tenía puesto uno de mis pijamas
cuyas mangas había recogido. Cuando rió, tuve nuevamente deseos de ella. Un
momento después me preguntó si la amaba. Le contesté que no tenía
importancia, pero que me parecía que no. Pareció triste. Mas al preparar el
almuerzo, y sin motivo alguno, se echó otra vez a reír de tal manera que la
besé. En ese momento el ruido de una disputa estalló en la habitación de
Raimundo.
Se oyó al
principio una voz aguda de mujer y luego a Raimundo que decía: «¡Me has
engañado, me has engañado! Yo te voy a enseñar a engañarme.» Algunos ruidos
sordos y la mujer aulló, pero de tan terrible manera que inmediatamente el
pasillo se llenó de gente. También María y yo salimos. La mujer gritaba sin
cesar y Raimundo pegaba sin cesar. María me dijo que era terrible y no
respondí. Me pidió que fuese a buscar a un agente, pero le dije que no me
gustaban los agentes. Sin embargo, llegó con el inquilino del segundo, que es
plomero. Golpeó en la puerta y no se oyó nada más. Golpeó con más fuerza y,
al cabo de un momento, la mujer lloró otra vez y Raimundo abrió. Tenía un
cigarrillo en la boca y el aire dulzón. La muchacha se precipitó hacia la
puerta y declaró al agente que Raimundo le había pegado. «Tu nombre», dijo el
agente. Raimundo respondió. «Quítate el cigarrillo de la boca cuando me
hablas», dijo el agente. Raimundo titubeó, me miró y se quedó con el
cigarrillo. Entonces el agente le cruzó la cara al vuelo con una bofetada
espesa y pesada, en plena mejilla. El cigarrillo cayó algunos metros más
lejos. Raimundo se demudó, pero no dijo nada en seguida. Luego preguntó con
voz humilde si podía recoger la colilla. El agente respondió que sí y agregó:
«Pero la próxima vez sabrás que un agente no es un monigote.» Mientras tanto,
la muchacha lloraba y repetía: «¡Me golpeó! ¡Es un rufián!» «Señor
agente", preguntó entonces Raimundo, «¿permite la ley que se llame
rufián a un hombre?» Pero el agente le ordenó «cerrar el pico.» Raimundo se
volvió entonces hacia la muchacha y le dijo: «Espera, chiquita, ya nos
volveremos a encontrar.» El agente le dijo que se callara, que la muchacha
debía marcharse y él permanecer en la habitación aguardando que la comisaría
lo citara. Agregó que Raimundo debería de sentirse avergonzado de estar
borracho al punto de temblar como lo hacía. Entonces Raimundo le explicó: «No
estoy borracho, señor agente. Estoy aquí, delante de usted, y tiemblo contra
mi voluntad.» Cerró la puerta y todos se fueron. María y yo concluimos de
preparar el almuerzo. Pero ella no tenía hambre; yo comí casi todo. A la una
se fue y dormí un poco.
A eso de las
tres llamaron a mi puerta y entró Raimundo. Me quedé acostado. Se sentó en el
borde de la cama. Quedó un momento sin hablar y le pregunté cómo había
ocurrido el asunto. Me contó que había hecho lo que quería, pero que ella le
había dado un bofetón y entonces él le había pegado. En cuanto al resto, yo
lo había visto. Le dije que me parecía que ahora estaba castigada y que debía
de sentirse contento. Era también su Opinión, y observó que el agente había
actuado bien, pero que no cambiaría en nada los golpes que ella había
recibido. Agregó que conocía bien a los agentes y que sabía cómo había que
manejarse con ellos. Me preguntó entonces si había esperado que respondiera
al bofetón del agente. Contesté que no había esperado nada y que por otra
parte no me gustaban los agentes. Raimundo pareció muy contento. Me preguntó
si quería salir con él. Me levanté y comencé a peinarme. Me dijo entonces que
era necesario que le sirviera como testigo. A mí me era indiferente, pero no
sabía qué debía decir. Según Raimundo, bastaba declarar que la muchacha lo
había engañado. Acepté servirle como testigo.
Salimos, y
Raimundo me ofreció un aguardiente. Luego quiso jugar una partida de billar y
perdí por un pelo. Después quería ir al burdel, pero le dije que no porque no
tenía ganas. Regresamos lentamente mientras me decía cuánto celebraba haber
logrado castigar a su amante. Estuvo muy amable conmigo y pensé que era un
momento agradable.
Desde lejos
divisé en el umbral de la puerta al viejo Salamano, que tenía aspecto
agitado. Cuando nos acercamos vi que no tenía consigo al perro. Miraba para
todos lados, se volvía sobre sí mismo, trataba de perforar la oscuridad del
pasillo, mascullaba palabras sueltas y volvía a escudriñar la calle con los
ojillos enrojecidos. Cuando Raimundo le preguntó qué le sucedía, no respondió
inmediatamente. Oí vagamente que murmuraba: «¡Cochino! ¡Carroña!», y
continuaba agitándose. Le pregunté dónde estaba el perro. Bruscamente me
respondió que se había marchado. Luego, de golpe, habló con volubilidad: «Lo
llevé al Campo de Maniobras como de costumbre. Había mucha gente en torno de
los kioscos de saltimbanquis. Me detuve a mirar 'El rey de la evasión'. Y
cuando quise seguir no estaba más allí. Hace tiempo que estaba por comprarle
un collar menos grande. Pero jamás hubiera creído que esa carroña pudiera
marcharse así.»
Raimundo le
explicó entonces que el perro podía haberse perdido y que iba a volver. Le
citó ejemplos de perros que habían hecho decenas de kilómetros para encontrar
a su amo. A pesar de todo, el viejo pareció más agitado. «Pero ellos lo
agarrarán, ¿comprende usted? Si por lo menos alguien lo recogiera. Pero no es
posible, da asco a todo el mundo con las costras. Los agentes lo agarrarán es
seguro.» Le dije entonces que debía ir a la perrera y que se lo devolverían
mediante el pago de algunos derechos. Me preguntó si los derechos serían
elevados. Yo no lo sabía. Entonces montó en cólera: «¡Dar dinero por esa
carroña! ¡Ah, que reviente!» Y se puso a insultarlo. Raimundo rió y entró en
la casa. Le seguí y nos separamos en el rellano del piso. Un momento después
oí los pasos del viejo que golpeó en mi puerta. Cuando abrí quedó un momento
en el umbral y me dijo: «¡Discúlpeme, discúlpeme! ...» Le invité a entrar,
pero no quiso. Miraba la punta de los zapatos y le temblaban las manos
costrosas. Sin mirarme de frente, me preguntó: «¿No me lo han de agarrar,
diga, señor Meursault? ¡Tienen que devolvérmelo! Si no, ¿qué va a ser de mí?»
Le dije que la perrera guardaba los perros tres días a disposición de los
propietarios y que después hacía con ellos lo que le parecía. Me miró en
silencio. Luego dijo: «Buenas noches.» Cerró la puerta. Le oí ir y venir. La
cama crujió. Y por el extraño y leve ruido que atravesó el tabique comprendí
que lloraba. No sé por qué pensé en mamá. Pero tenía que levantarme temprano
al día siguiente. No tenía hambre y me acosté sin cenar.
V
Raimundo me
telefoneó a la oficina. Me dijo que uno de sus amigos (a quien le había
hablado de mí) me invitaba a pasar el día del domingo en su cabañuela, cerca
de Argel. Contesté que me gustaría mucho ir, pero que había prometido dedicar
el día a una amiga. Raimundo me dijo en seguida que también la invitaba a
ella. La mujer de su amigo se sentiría muy contenta de no hallarse sola en
medio de un grupo de hombres.
Quise cortar en
seguida porque sé que al patrón no le gusta que nos telefoneen de afuera.
Pero Raimundo me pidió que esperase y me dijo que hubiera podido trasmitirme
la invitación por la noche, pero que quería advertirme de otra cosa. Había
sido seguido todo el día por un grupo de árabes entre los cuales se
encontraba el hermano de su antigua amante. «Sí lo ves cerca de casa
avísame.» Dije que quedaba convenido.
Poco después el
patrón me hizo llamar, y en el primer momento me sentí molesto porque pensé
que iba a decirme que telefoneara menos y trabajara más. Pero no era nada de
eso. Me declaró que iba a hablarme de un proyecto todavía muy vago. Quería
solamente tener mi opinión sobre el asunto. Tenía la intención de instalar
una oficina en París que trataría directamente en esa plaza sus asuntos con
las grandes compañías, y quería saber si estaría dispuesto a ir. Ello me
permitiría vivir en París y también viajar una parte del año. «Usted es joven
y me parece que es una vida que debe de gustarle.» Dije que sí, pero que en
el fondo me era indiferente. Me preguntó entonces si no me interesaba un
cambio de vida. Respondí que nunca se cambia de vida, que en todo caso todas
valían igual y que la mía aquí no me disgustaba en absoluto. Se mostró
descontento, me dijo que siempre respondía con evasivas, que no tenía
ambición y que eso era desastroso en los negocios.
Volví a mi
trabajo. Hubiera preferido no desagradarle, pero no veía razón para cambiar
de vida. Pensándolo bien, no me sentía desgraciado. Cuando era estudiante
había tenido muchas ambiciones de ese género. Pero cuando debí abandonar los
estudios comprendí muy rápidamente que no tenían importancia real.
María vino a
buscarme por la tarde y me preguntó si quería casarme con ella. Dije que me
era indiferente y que podríamos hacerlo si lo quería. Entonces quiso saber si
la amaba. Contesté como ya lo había hecho otra vez: que no significaba nada,
pero que sin duda no la amaba. «¿Por qué, entonces, casarte conmigo?», dijo.
Le expliqué que no tenía ninguna importancia y que si lo deseaba podíamos
casarnos. Por otra parte era ella quien lo pedía y yo me contentaba con decir
que sí. Observó entonces que el matrimonio era una cosa grave. Respondí:
«No.» Calló un momento y me miró en silencio. Luego volvió a hablar. Quería
saber simplemente si habría aceptado la misma proposición hecha por otra
mujer a la que estuviera ligado de la misma manera. Dije: «Naturalmente.» Se
preguntó entonces a sí misma si me quería, y yo, yo no podía saber nada sobre
este punto. Tras otro momento de silencio murmuró que yo era extraño, que sin
duda me amaba por eso mismo, pero que quizá un día le repugnaría por las
mismas razones. Como callara sin tener nada que agregar, me tomó sonriente
del brazo y declaró que quería casarse conmigo. Respondí que lo haríamos
cuando quisiera. Le hablé entonces de la proposición del patrón, y María me
dijo que le gustaría conocer París. Le dije que había vivido allí en otro
tiempo y me preguntó cómo era. Le dije: «Es sucio. Hay palomas y patios
oscuros. La gente tiene la piel blanca.»
Luego caminamos
y cruzamos la ciudad por las calles importantes. Las mujeres estaban hermosas
y pregunté a María si lo notaba. Me dijo que sí y que me comprendía. Luego no
hablamos más. Quería sin embargo que se quedara conmigo y le dije que
podíamos cenar juntos en el restaurante de Celeste. A ella le agradaba mucho,
pero tenía que hacer. Estábamos cerca de mi casa y le dije adiós. Me miró:
«¿No quieres saber qué tengo que hacer?» Quería de veras saberlo, pero no
había pensado en ello, y era lo que parecía reprocharme. Se echó a reír ante
mi aspecto cohibido y se acercó con todo el cuerpo para ofrecerme la boca.
Cené en el restaurante de Celeste. Había comenzado a comer cuando entró una
extraña mujercita que me preguntó si podía sentarse a mi mesa. Naturalmente
que podía. Tenía ademanes bruscos y ojos brillantes en una pequeña cara de
manzana. Se quitó la chaqueta, se sentó y consultó febrilmente la lista.
Llamó a Celeste y pidió inmediatamente todos los platos con voz a la vez
precisa y precipitada. Mientras esperaba los entremeses, abrió el bolso, sacó
un cuadradito de papel y un lápiz, calculó de antemano la cuenta, luego
extrajo de un bolsillo la suma exacta, aumentada con la propina, y la puso
delante de sí. En ese momento le trajeron los entremeses, que devoró a toda
velocidad. Mientras esperaba el plato siguiente sacó además del bolso un
lápiz azul y una revista que publicaba los programas radiofónicos de la
semana. Con mucho cuidado señaló una por una casi todas las audiciones. Como
la revista tenía una docena de páginas continuó minuciosamente este trabajo
durante toda la comida. Yo había terminado ya y ella seguía señalando con la
misma aplicación. Luego se levantó, se volvió a poner la chaqueta con los
mismos movimientos precisos de autómata y se marchó. Como no tenía nada que
hacer, salí también y la seguí un momento. Se había colocado en el cordón de
la acera y con rapidez y seguridad increíbles seguía su camino sin desviarse
ni volverse. Acabé por perderla de vista y volver sobre mis pasos. Me pareció
una mujer extraña, pero la olvidé bastante pronto.
Encontré al
viejo Salamano en el umbral de mi puerta. Le hice entrar y me enteró de que
el perro estaba perdido, puesto que no se hallaba en la perrera. Los
empleados le habían dicho que quizá lo hubieran aplastado. Había preguntado
si no era posible que en las comisarías lo supiesen. Se le había respondido
que no se llevaba cuenta de tales cosas porque ocurrían todos los días. Le
dije al viejo Salamano que podría tener otro perro, pero me hizo notar con
razón que estaba acostumbrado a éste.
Yo estaba
acurrucado en mi cama y Salamano se había sentado en una silla delante de la
mesa. Estaba enfrente de mí y apoyaba las dos manos en las rodillas. Tenía
puesto el viejo sombrero. Mascullaba frases incompletas bajo el bigote
amarillento. Me fastidiaba un poco, pero no tenía nada que hacer y no sentía
sueño. Por decir algo le interrogué sobre el perro. Me dijo que lo tenía
desde la muerte de su mujer. Se había casado bastante tarde. En su juventud
tuvo intención de dedicarse al teatro; en el regimiento representaba en las
zarzuelas militares. Pero había entrado finalmente en los ferrocarriles y no
lo lamentaba porque ahora tenía un pequeño retiro. No había sido feliz con su
mujer, pero, en conjunto, se había acostumbrado a ella. Cuando murió se había
sentido muy solo. Entonces había pedido un perro a un camarada del taller y
había recibido aquél, apenas recién nacido. Había tenido que alimentarlo con
mamadera. Pero como un perro vive menos que un hombre habían concluido por
ser viejos al mismo tiempo.
«Tenía mal
carácter», me dijo Salamano. «De vez en cuando nos tomábamos del pico. Pero a
pesar de todo era un buen perro.» Dije que era de buena raza y Salamano se
mostró satisfecho. «Y eso», agregó, «que usted no lo conoció antes de la
enfermedad. El pelo era lo mejor que tenía.» Todas las tardes y todas las
mañanas, desde que el perro tuvo aquella enfermedad de la piel, Salamano le
ponía una pomada. Pero según él su verdadera enfermedad era la vejez, y la
vejez no se cura.
Bostecé y el
viejo me anunció que iba a marcharse. Le dije que podía quedarse y que
lamentaba lo que había sucedido al perro. Me lo agradeció. Me dijo que mamá
quería mucho al perro. Al referirse a ella la llamaba «su pobre madre».
Suponía que debía de sentirme muy desgraciado desde que mamá murió, pero no
respondí nada. Me dijo entonces, muy rápidamente y con aire molesto, que
sabía que en el barrio me habían juzgado mal porque había puesto a mi madre
en el asilo, pero él me conocía y sabía que quería mucho a mamá. Respondí,
aún no sé por qué, que hasta ese instante ignoraba que se me juzgase mal a
este respecto, pero que el asilo me había parecido una cosa natural desde que
no tenía bastante dinero para cuidar a mamá. «Por otra parte», agregué,
«hacía mucho tiempo que no tenía nada que decirme y que se aburría sola.»
«Sí», me dijo, «y en el asilo por lo menos se hacen compañeros». Luego se
disculpó. Quería dormir. Su vida había cambiado ahora y no sabía exactamente
qué iba a hacer. Por primera vez desde que le conocía, me tendió la mano con
gesto furtivo y sentí las escamas de su piel. Sonrió levemente y antes de
partir me dijo: «Espero que los perros no ladrarán esta noche. Siempre me
parece que es el mío.»
VI
El domingo me
costó mucho despertarme y fue necesario que María me llamara y me sacudiera.
No habíamos comido porque queríamos bañarnos temprano. Me sentía
completamente vacío y me dolía un poco la cabeza. El cigarrillo tenía gusto
amargo. María se burló de mí porque decía que tenía «cara de entierro». Se
había puesto un traje de tela blanca y se había soltado los cabellos. Le dije
que estaba hermosa y rió de placer.
Al bajar
golpeamos en la puerta de Raimundo. Nos respondió que bajaba. En la calle,
por el cansancio y también porque no habíamos abierto las persianas, la
claridad del día, lleno de sol, me golpeó como una bofetada. María saltaba de
alegría y no se cansaba de decir que era un día magnífico. Me sentí mejor y
me di cuenta de que tenía hambre. Se lo dije a María, quien me señaló el
bolso de hule donde había puesto las dos mallas de baño y una toalla.
Teníamos que esperar y oímos cómo Raimundo cerraba la puerta. Llevaba
pantalones azules y camisa blanca de manga corta. Pero se había puesto
sombrero de paja, lo que hizo reír a María, y sus antebrazos eran muy blancos
debajo del vello oscuro. Yo estaba un poco repugnado. Silbaba al bajar y
parecía muy contento. Me dijo: «Salud, viejo», y llamó «señorita» a María.
La víspera
habíamos ido a la comisaría y yo había atestiguado que la muchacha había «engañado»
a Raimundo. No le costó a éste más que una advertencia. No comprobaron mi
afirmación. Delante de la puerta hablamos con Raimundo; luego resolvimos
tomar el autobús. La playa no estaba muy lejos, pero así iríamos más
rápidamente. Raimundo creía que su amigo se alegraría al vernos llegar
temprano, íbamos a partir, cuando Raimundo, de golpe, me hizo una señal para
que mirara enfrente. Vi un grupo de árabes pegados contra el escaparate de la
tabaquería. Nos miraban en silencio, pero a su modo, ni más ni menos que si
fuéramos piedras o árboles secos. Raimundo me dijo que el segundo a partir de
la izquierda era el individuo y pareció preocupado. Sin embargo, agregó que
la historia ya estaba concluida. María no comprendía muy bien y nos preguntó
de qué se trataba. Le dije que eran unos árabes que odiaban a Raimundo. Quiso
entonces que partiéramos en seguida. Raimundo se irguió, rió y dijo que era
necesario apresurarse.
Nos dirigimos a
la parada del autobús, que estaba un poco más lejos, y Raimundo me anunció
que los árabes no nos seguían. Me volví. Estaban siempre en el mismo sitio y
miraban con la misma indiferencia el lugar que acabábamos de dejar. Tomamos
el autobús. Raimundo, que parecía completamente aliviado, no cesaba de
hacerle bromas a María. Me di cuenta de que le gustaba, pero ella casi no le
respondía. De vez en cuando me miraba riéndose.
Bajamos a los
arrabales de Argel. La playa no queda lejos de la parada del autobús, pero
tuvimos que cruzar una pequeña meseta que domina el mar y que baja luego
hacia la playa. Estaba cubierta de piedras amarillentas y de asfódelos
blanquísimos que se destacaban en el azul, ya firme, del cielo. María se
entretenía en deshojar las flores, golpeándolas con el bolso de hule.
Caminamos entre filas de pequeñas casitas de cercos verdes o blancos, algunas
hundidas con sus corredores bajo los tamarindos; otras, desnudas en medio de
las piedras. Desde antes de llegar al borde de la meseta podía verse el mar
inmóvil y, más lejos, un cabo soñoliento y macizo en el agua clara. Un ligero
ruido de motor se elevó hasta nosotros en el aire calmo. Y vimos, muy lejos,
un pequeño barco pescador que avanzaba imperceptiblemente por el mar
deslumbrante. María recogió algunos lirios de roca. Desde la pendiente que
bajaba hacia el mar vimos que había ya bañistas en la playa.
El amigo de
Raimundo vivía en una pequeña cabañuela de madera en el extremo de la playa.
La casa estaba adosada a las rocas y el agua bañaba los pilares que la
sostenían por el frente. Raimundo nos presentó. El amigo se llamaba Masson.
Era un individuo grande, de cintura y espaldas macizas, con una mujercita
regordeta y graciosa, de acento parisiense. Nos dijo en seguida que nos
pusiésemos cómodos y que había peces fritos, que había pescado esa misma
mañana. Le dije cuánto me gustaba su casa. Me informó que pasaba allí los
sábados, los domingos y todos los días de asueto. «Me llevo muy bien con mi
mujer», agregó. Precisamente, su mujer se reía con María. Por primera vez,
quizá, pensé verdaderamente en que iba a casarme.
Masson quería
bañarse, pero su mujer y Raimundo no querían ir. Bajamos los tres y María se
arrojó inmediatamente al agua. Masson y yo esperamos un poco. Hablaba
lentamente y noté que tenía la costumbre de completar todo lo que decía con
un «y diré más», incluso cuando, en el fondo, no agregaba nada al sentido de
la frase. A propósito de María me dijo: «Es deslumbrante, y diré más,
encantadora.» No presté más atención a ese tic porque estaba ocupado en gozar
del bienestar que me producía el sol. La arena comenzaba a calentar bajo los
pies. Contuve aún el deseo de entrar en el agua, pero concluí por decir a
Masson: «¿Vamos?» Me zambullí. El entró en el agua lentamente y se sumergió
cuando perdió pie. Nadaba bastante mal, de manera que le dejé para reunirme con
María. El agua estaba fría y me gustaba nadar. Nos alejamos con María y nos
sentimos unidos en nuestros movimientos y en nuestra satisfacción.
Hicimos la
plancha mar adentro, y sobre mi rostro, vuelto hacia el cielo, el sol secaba
los últimos velos de agua que me corrían hacia la boca. Vimos que Masson
regresaba a la playa para tenderse al sol. De lejos parecía enorme. María
quiso que nadáramos juntos. Me puse detrás para tomarla por la cintura. Ella
avanzaba a brazadas y yo la ayudaba agitando los pies. El leve ruido del agua
removida nos siguió durante la mañana hasta que me sentí fatigado. Entonces
dejé a María y volví nadando regularmente y respirando con fuerza. En la
playa me tendí boca abajo junto a Masson y apoyé la cara en la arena. Le
dije: « ¡qué agradable! », y él pensaba lo mismo. Poco después vino María. Me
volví para verla llegar. Estaba completamente viscosa con el agua salada, y
sujetaba los cabellos hacia atrás. Se tendió lado a lado conmigo y los dos
calores de su cuerpo y del sol me adormecieron un poco.
María me
sacudió y me dijo que Masson había regresado a la casa. Teníamos que
almorzar. Me levanté en seguida porque tenía hambre, pero María me dijo que
no la había besado desde la mañana. Era cierto y sin embargo habría querido
hacerlo. «Ven al agua», me dijo. Corrimos para lanzarnos sobre las primeras
olas. Dimos algunas brazadas y ella se pegó contra mí. Sentí sus piernas en
torno de las mías y la deseé.
Cuando
volvimos, Masson ya nos estaba llamando. Dije que tenía mucha hambre y Masson
afirmó en seguida que yo le gustaba. El pan estaba sabroso. Devoré mi parte
de pescado. Después había carne y papas fritas. Todos comimos sin hablar.
Masson bebía mucho vino y me servía sin descanso. Cuando llegó el café tenía
la cabeza un poco pesada, y luego fumé mucho. Masson, Raimundo y yo habíamos
proyectado pasar juntos el mes de agosto en la playa, con gastos comunes.
María nos dijo de golpe: «¿Saben qué hora es? Son las once y media.» Quedamos
todos asombrados, pero Masson dijo que habíamos comido muy temprano y que era
lógico, porque la hora del almuerzo es la hora en que se tiene hambre. No sé
por qué aquello hizo reír a María. Creo que había bebido un poco de más.
Masson me preguntó entonces si quería pasear con él por la playa. «Mi mujer
siempre duerme la siesta después de almorzar. A mí no me gusta hacerlo. Tengo
que caminar. Siempre le digo que es mejor para la salud. Pero, después de
todo, tiene derecho a hacerlo.» María declaró que se quedaría para ayudar a
la señora de Masson a lavar la vajilla. La pequeña parisiense dijo que para
eso era necesario echar a los hombres. Bajamos los tres.
El sol caía
casi a plomo sobre la arena y el resplandor en el mar era insoportable. Ya no
había nadie en la playa. En las cabañuelas que bordeaban la meseta,
suspendidas sobre el mar, se oían ruidos de platos y de cubiertos. Se
respiraba apenas en el calor de piedra que subía desde el suelo. Al principio
Raimundo y Masson hablaron de cosas y personas que yo no conocía. Comprendí
que hacía mucho que se conocían y que hasta habían vivido juntos en cierta
época. Nos dirigimos hacia el agua y caminamos por la orilla del mar. De vez
en cuando una pequeña ola más larga que otra venía a mojar nuestros zapatos
de lona. Yo no pensaba en nada porque estaba medio amodorrado con tanto sol
sobre la cabeza desnuda.
De pronto,
Raimundo dijo a Masson algo que no oí bien. Pero al mismo tiempo divisé en el
extremo de la playa, y muy lejos de nosotros, a dos árabes de albornoz que
venían en nuestra dirección. Miré a Raimundo y me dijo: «Es él.» Continuamos
caminando. Masson preguntó cómo habrían podido seguirnos hasta allí. Pensé
que debían de habernos visto tomar el autobús con el bolso de playa, pero no
dije nada.
Los árabes
avanzaban lentamente y estaban ya mucho más próximos. Nosotros no habíamos
cambiado nuestro paso, pero Raimundo dijo: «Si hay gresca, tú, Masson, tomas
al segundo. Yo me encargo de mi individuo. Tú, Meursault, si llega otro, es
para ti.» Dije: «Sí», y Masson metió las manos en los bolsillos. La arena
recalentada me parecía roja ahora. Avanzábamos con paso parejo hacia los
árabes. La distancia entre nosotros disminuyó regularmente. Cuando estuvimos
a algunos pasos unos de otros, los árabes se detuvieron. Masson y yo habíamos
disminuido el paso. Raimundo fue directamente hacia el individuo. No pude oír
bien lo que le dijo, pero el otro hizo ademán de darle un cabezazo. Raimundo
golpeó entonces por primera vez y llamó en seguida a Masson. Masson fue hacia
aquel que se le había designado y golpeó dos veces con todas sus fuerzas. El
otro se desplomó en el agua con la cara hacia el fondo y quedó algunos
segundos así mientras las burbujas rompían en la superficie en tomo de su
cabeza. Raimundo había golpeado también al mismo tiempo y el otro tenía el
rostro ensangrentado. Raimundo se volvió hacia mí y dijo: «Vas a ver lo que
va a cobrar.» Le grité: «¡Cuidado! ¡Tiene cuchillo!.» Pero Raimundo tenía ya
el brazo abierto y la boca tajeada.
Masson dio un
salto hacia adelante. Pero el otro árabe se había levantado y se había colocado
detrás del que estaba armado. No nos atrevimos a movernos. Retrocedimos
lentamente sin dejar de mirarnos y de tenernos a raya con el cuchillo. Cuando
vieron que tenían bastante campo huyeron rápidamente mientras nosotros
quedamos clavados bajo el sol y Raimundo se apretaba el brazo, que goteaba
sangre.
Masson dijo
inmediatamente que había un médico que pasaba los domingos en la meseta.
Raimundo quiso ir en seguida. Pero cada vez que hablaba, la sangre de la
herida le formaba burbujas en la boca. Le sostuvimos y regresamos a la
cabañuela lo más pronto posible. Allí Raimundo dijo que las heridas eran
superficiales y que podía ir hasta la casa del médico. Se marchó con Masson y
me quedé para explicar a las mujeres lo que había ocurrido. La señora de Masson
lloraba y María estaba muy pálida. A mí me molestaba darles explicaciones.
Acabé por callarme y fumé mirando el mar.
Hacia la una y
media Raimundo regresó con Masson. Tenía el brazo vendado y un esparadrapo en
el rincón de la boca. El médico le había dicho que no era nada, pero Raimundo
tenía aspecto muy sombrío. Masson trató de hacerle reír. Pero no hablaba más.
Cuando dijo que bajaba a la playa le pregunté a dónde iba. Me respondió que
quería tomar aire. Masson y yo dijimos que íbamos a acompañarle. Entonces
montó en cólera y nos insultó. Masson declaró que no había que contrariarle.
Pero, de todos modos, le seguí.
Caminamos mucho
tiempo por la playa. El sol estaba ahora abrasador. Se rompía en pedazos
sobre la arena y sobre el mar. Tuve la impresión de que Raimundo sabía a
dónde iba, pero sin duda era una falsa impresión. En el extremo de la playa
llegamos al fin a un pequeño manantial que corría por la arena hacia el mar
detrás de una gran roca. Allí encontramos a los dos árabes. Estaban acostados
con los grasientos albornoces. Parecían enteramente tranquilos y casi
apaciguados. Nuestra llegada no cambió nada. El que había herido a Raimundo
le miraba sin decir nada. El otro soplaba una cañita y, mirándonos de reojo,
repetía sin cesar las tres notas que sacaba del instrumento.
Durante todo
este tiempo no hubo otra cosa más que el sol y el silencio con el leve ruido
del manantial y las tres notas. Luego Raimundo echó mano al revólver de
bolsillo, pero el otro no se movió y continuaron mirándose. Noté que el que
tocaba la flauta tenía los dedos de los pies muy separados. Sin quitar los
ojos de su adversario, Raimundo me preguntó: «¿Lo tumbo?» Pensé que si le
decía que no, se excitaría y seguramente tiraría. Me limité a decirle:
«Todavía no te ha hablado. Sería feo tirar así.» En medio del silencio y del
calor se oyó aún el leve ruido del agua y de la flauta. Luego Raimundo dijo:
«Entonces voy a insultarlo, y cuando conteste, lo tumbaré.» Le respondí: «Así
es. Pero si no saca el cuchillo no puedes tirar.» Raimundo comenzó a
excitarse un poco. El otro tocaba siempre y los dos observaban cada
movimiento de Raimundo. «No», dije a Raimundo. «Tómalo de hombre a hombre y
dame el revólver. Si el otro interviene, o saca el cuchillo, yo lo tumbaré.»
Cuando Raimundo
me dio el revólver el sol resbaló encima. Sin embargo, quedamos aún inmóviles
como si todo se hubiera vuelto a cerrar en torno de nosotros. Nos mirábamos
sin bajar los ojos y todo se detenía aquí entre el mar, la arena y el sol, el
doble silencio de la flauta y del agua. Pensé en ese momento que se podía
tirar o no tirar y que lo mismo daba. Pero bruscamente los árabes se
deslizaron retrocediendo y desaparecieron detrás de la roca. Raimundo y yo
volvimos entonces sobre nuestros pasos. Parecía mejor y habló del autobús de
regreso.
Le acompañé
hasta la cabañuela, y mientras trepaba por la escalera de madera quedé
delante del primer peldaño, con la cabeza resonante de sol, desanimado ante
el esfuerzo que era necesario hacer para subir al piso de madera y hablar otra
vez con las mujeres. Pero el calor era tal que me resultaba penoso también
permanecer inmóvil bajo la enceguecedora lluvia que caía del cielo. Quedar
aquí o partir, lo mismo daba. Al cabo de un momento volví hacia la playa y me
puse a caminar.
Persistía el
mismo resplandor rojo. Sobre la arena el mar jadeaba con la respiración
rápida y ahogada de las olas pequeñas. Caminaba lentamente hacia las rocas y
sentía que la frente se me hinchaba bajo el sol. Todo aquel calor pesaba
sobre mí y se oponía a mi avance. Y cada vez que sentía el poderoso soplo
cálido sobre el rostro, apretaba los dientes, cerraba los puños en los
bolsillos del pantalón, me ponía tenso todo entero para vencer al sol y a la
opaca embriaguez que se derramaba sobre mí. Las mandíbulas se me crispaban
ante cada espada de luz surgida de la arena, de la conchilla blanqueada o de
un fragmento de vidrio. Caminé largo tiempo. Veía desde lejos la pequeña masa
oscura de la roca rodeada de un halo deslumbrante por la luz y el polvo del
mar. Pensaba en el fresco manantial que nacía detrás de la roca. Tenía deseos
de oír de nuevo el murmullo del agua, deseos de huir del sol, del esfuerzo y
de los llantos de mujer, deseos, en fin, de alcanzar la sombra y su reposo.
Pero cuando estuve más cerca vi que el individuo de Raimundo había vuelto.
Estaba solo.
Reposaba sobre la espalda, con las manos bajo la nuca, la frente en la sombra
de la roca, todo el cuerpo al sol. El albornoz humeaba en el calor. Quedé un
poco sorprendido. Para mí era un asunto concluido y había llegado allí sin
pensarlo.
No bien me vio,
se incorporó un poco y puso la mano en el bolsillo. Yo, naturalmente empuñé
el revólver de Raimundo en mi chaqueta. Entonces se dejó caer de nuevo hacia
atrás, pero sin retirar la mano del bolsillo. Estaba bastante lejos de él, a
una decena de metros. Adivinaba su mirada por instantes entre los párpados
entornados. Pero más a menudo su imagen danzaba delante de mis ojos en el
aire inflamado. El ruido de las olas parecía aun más perezoso, más inmóvil que
a mediodía. Era el mismo sol, la misma luz sobre la misma arena que se
prolongaba aquí. Hacía ya dos horas que el día no avanzaba, dos horas que
había echado el ancla en un océano de metal hirviente. En el horizonte pasó
un pequeño navío y hube de adivinar de reojo la mancha oscura porque no había
cesado de mirar al árabe.
Pensé que me
bastaba dar media vuelta y todo quedaría concluido. Pero toda una playa
vibrante de sol apretábase detrás de mí. Di algunos pasos hacia el manantial.
El árabe no se movió. A pesar de todo, estaba todavía bastante lejos. Parecía
reírse, quizá por el efecto de las sombras sobre el rostro. Esperé. El ardor
del sol me llegaba hasta las mejillas y sentí las gotas de sudor
amontonárseme en las cejas. Era el mismo sol del día en que había enterrado a
mamá y, como entonces, sobre todo me dolían la frente y todas las venas
juntas bajo la piel. Impelido por este ardor que no podía soportar más, hice
un movimiento hacia adelante. Sabía que era estúpido, que no iba a librarme
del sol desplazándome un paso. Pero di un paso, un solo paso hacia adelante.
Y esta vez, sin levantarse, el árabe sacó el cuchillo y me lo mostró bajo el
sol. La luz se inyectó en el acero y era como una larga hoja centelleante que
me alcanzara en la frente. En el mismo instante el sudor amontonado en las
cejas corrió de golpe sobre mis párpados y los recubrió con un velo tibio y
espeso. Tenía los ojos ciegos detrás de esta cortina de lágrimas y de sal. No
sentía más que los címbalos del sol sobre la frente e, indiscutiblemente, la
refulgente lámina surgida del cuchillo, siempre delante de mí. La espada
ardiente me roía las cejas y me penetraba en los ojos doloridos. Entonces
todo vaciló. El mar cargó un soplo espeso y ardiente. Me pareció que el cielo
se abría en toda su extensión para dejar que lloviera fuego. Todo mi ser se
distendió y crispé la mano sobre el revólver. El gatillo cedió, toqué el
vientre pulido de la culata y allí, con el ruido seco y ensordecedor, todo
comenzó. Sacudí el sudor y el sol. Comprendí que había destruido el
equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido
feliz. Entonces, tiré aún cuatro veces sobre un cuerpo inerte en el que las
balas se hundían sin que se notara. Y era como cuatro breves golpes que- daba
en la puerta de la desgracia.
Segunda parte I
Inmediatamente
después de mi arresto fui interrogado varias veces. Pero se trataba de
interrogatorios de identificación que no duraron largo tiempo. La primera vez
el asunto pareció no interesar a nadie en la comisaría. Por el contrario,
ocho días después el juez de instrucción me miró con curiosidad. Pero me
preguntó, para empezar, solamente mi nombre y dirección, mi profesión, la
fecha y el lugar de nacimiento. Luego quiso saber si había elegido abogado.
Reconocí que no, y simplemente por saber, le pregunté si era absolutamente
necesario tener uno. «¿Por qué?» dijo. Le contesté que encontraba el asunto
muy simple. Sonrió y dijo: «Es una opinión. Sin embargo, ahí está la ley. Si
no elige usted abogado nosotros designaremos uno de oficio.» Me pareció muy
cómodo que la justicia se encargara de esos detalles. Se lo dije. Estuvo de
acuerdo y llegó a la conclusión de que la ley estaba bien hecha.
Al principio no
le tomé en serio. Me recibió en una habitación cubierta de cortinajes; sobre
el escritorio había una sola lámpara que iluminaba el sillón donde me hizo
sentar mientras él quedaba en la oscuridad. Había leído una descripción
semejante en los libros y todo me pareció un juego. Después de nuestra
conversación, por el contrario, le miré y vi un hombre de rasgos finos, ojos
azules hundidos, muy alto, con largos bigotes grises y abundantes cabellos
casi blancos. Me pareció muy razonable y simpático en resumen, a pesar de
algunos tics nerviosos que le estiraban la boca. Cuando salí, hasta iba a
tenderle la mano, pero recordé a tiempo que había matado a un hombre.
Al día
siguiente un abogado vino a verme a la prisión. Era bajito y grueso, bastante
joven, con los cabellos cuidadosamente alisados. A pesar del calor (yo estaba
en mangas de camisa) llevaba traje oscuro, cuello palomita y una extraña
corbata de gruesas rayas blancas y negras. Puso sobre la cama la cartera que
llevaba bajo el brazo, se presentó y me dijo que había estudiado el
expediente. El asunto era delicado, pero no dudaba del éxito si le tenía
confianza. Le agradecí y me dijo: «Vamos al grano.»
Se sentó en la
cama y me explicó que habían tomado informes sobre mi vida privada. Se había
sabido que mi madre había muerto recientemente en el asilo. Se había hecho
entonces una investigación en Marengo. Los instructores se habían enterado de
que «yo había dado pruebas de insensibilidad» el día del entierro de mamá.
«Usted comprenderá», me dijo el abogado, «me molesta un poco tener que
preguntarle esto. Pero es muy importante. Si no encuentro alguna propuesta
será un sólido argumento para la acusación». Quería que le ayudara. Me
preguntó si había sentido pena aquel día. Esta pregunta me sorprendió mucho y
me parecía que me habría sentido muy molesto si yo hubiera tenido que
formularla. Sin embargo, respondí que había perdido un poco la costumbre de
interrogarme y que me era difícil informarle. Sin duda quería mucho a mamá,
pero eso no quería decir nada. Todos los seres normales habían deseado más o
menos la muerte de aquellos a quienes amaban. Aquí el abogado me interrumpió
y pareció muy agitado. Me hizo prometer que no diría tal cosa en la audiencia
ni ante el juez instructor. Le expliqué que tenía una naturaleza tal que las
necesidades físicas alteraban a menudo mis sentimientos. El día del entierro
de mamá estaba muy cansado y tenía sueño, de manera que no me di cuenta de lo
que pasaba. Lo que podía afirmar con seguridad es que hubiera preferido que
mamá no hubiese muerto. Pero el abogado no pareció conforme. Me dijo: «Eso no
es bastante.»
Reflexionó. Me
preguntó si podía decir que aquel día había dominado mis sentimientos
naturales. Le dije: «No, porque es falso.» Me miró en forma extraña como si
le inspirase un poco de repugnancia. Me dijo casi malignamente que en
cualquier caso el director y el personal del asilo serían oídos como testigos
y que «podía resultarme una muy mala jugada». Le hice notar que esa historia
no tenía relación con mi asunto, pero se limitó a responderme que era
evidente que nunca había estado en relaciones con la justicia.
Se fue con aire
enfadado. Hubiese querido retenerle; explicarle que deseaba su simpatía, no
para ser defendido mejor, sino, si puedo decirlo, naturalmente. Me daba
cuenta sobre todo de que lo ponía en una situación incómoda. No me comprendía
y estaba un poco resentido conmigo. Sentía deseos de asegurarle que yo era
como todo el mundo, absolutamente como todo el mundo. Pero todo esto en el
fondo no tenía gran utilidad y renuncié por pereza.
Poco después me
condujeron nuevamente ante el juez de instrucción. Eran las dos de la tarde,
y esta vez el escritorio estaba lleno de luz apenas tamizada por una cortina
de gasa. Hacía mucho calor. Me hizo sentar y con suma cortesía me declaró que
por «un contratiempo» mi abogado no había podido venir. Pero tenía derecho de
no contestar a sus preguntas y de esperar a que el abogado pudiese asistirme.
Dije que podía contestárselo. Apretó con el dedo un botón sobre la mesa. Un
joven escribiente vino a colocarse casi a mis espaldas.
Nos acomodamos
ambos en los sillones. Comenzó el interrogatorio. Me dijo en primer término
que se me describía como un carácter taciturno y reservado y quiso saber cuál
era mi opinión. Respondí: «Nunca tengo gran cosa que decir. Por eso me
callo.» Sonrió como la primera vez; estuvo de acuerdo en que era la mejor de
las razones, y agregó: «Por otra parte, esto no tiene importancia alguna.» Se
calló, me miró y se irguió bruscamente, diciéndome con rapidez: «Quien me
interesa es usted.» No comprendí bien qué quería decir con eso y no contesté
nada. «Hay cosas», agregó, «que no entiendo en su acto. Estoy seguro de que
usted me ayudará a comprenderlas.» Dije que todo era muy simple. Me apremió
para que describiese el día. Le relaté lo que ya le había contado, resumido
para él: Raimundo, la playa, el baño, la reyerta, otra vez la playa, el
pequeño manantial, el sol y los cinco disparos de revólver. A cada frase
decía: «Bien, bien.» Cuando llegué al cuerpo tendido, aprobó diciendo:
«Bueno.» Me sentía cansado de tener que repetir la misma historia y me
parecía que nunca había hablado tanto.
Después de un
silencio se levantó y me dijo que quería ayudarme, que yo le interesaba, y
que, con la ayuda de Dios, haría algo por mí. Pero antes quería hacerme aún
algunas preguntas. Sin transición me preguntó si quería a mamá. Dije: «Sí,
como todo el mundo» y el escribiente, que hasta aquí escribía con regularidad
en la máquina, debió de equivocarse de tecla, pues quedó confundido y tuvo
que volver atrás. Siempre sin lógica aparente, el juez me preguntó entonces
si había disparado los cinco tiros de revólver uno tras otro. Reflexioné y
precisé que había disparado primero una sola vez y, después de algunos
segundos, los otros cuatro disparos. «¿Por qué esperó usted entre el primero
y el segundo disparo?», dijo entonces. De nuevo revivió en mí la playa roja y
sentí en la frente el ardor del sol. Pero esta vez no contesté nada. Durante
todo el silencio que siguió, el juez pareció agitarse. Se sentó, se revolvió
el pelo con las manos, apoyó los codos en el escritorio, y con extraña
expresión se inclinó hacia mí: «¿Por qué, por qué disparó usted contra un
cuerpo caído?» Tampoco a esto supe responder. El juez se pasó las manos por la
frente y repitió la pregunta con voz un poco alterada: «¿Por qué? Es preciso
que usted me lo diga. ¿Por qué?» Yo seguía callado.
Bruscamente se
levantó, se dirigió a grandes pasos hacia un extremo del despacho y abrió el
cajón de un archivo. Extrajo de él un crucifijo de plata que blandió
volviendo hacia mí. Y con voz enteramente cambiada, casi trémula, gritó:
«¿Conoce usted a Este?» Dije: «Sí, naturalmente.» Entonces me dijo muy de
prisa y de un modo apasionado que él creía en Dios y que estaba convencido de
que ningún hombre era tan culpable como para que Dios no lo perdonase, pero
que para eso era necesario que el hombre, por su arrepentimiento, se volviese
como un niño cuya alma está vacía y dispuesta a aceptarlo todo. Se había
inclinado con todo el cuerpo sobre la mesa. Agitaba el crucifijo casi sobre
mí. A decir verdad, yo había seguido muy mal su razonamiento, ante todo
porque tenía calor, porque unos moscardones se posaban en mi cara, y también
porque me atemorizaba un poco. Me daba cuenta al mismo tiempo de que era
ridículo porque yo era el criminal, después de todo. Sin embargo, continuó.
Comprendí más o menos que en su opinión no había más que un punto oscuro en
mi confesión: era el hecho de haber esperado para tirar el segundo disparo de
revólver. El resto estaba muy bien, pero él no comprendía por qué había
esperado.
Iba a decirle
que hacía mal en obstinarse: el último punto no tenía tanta importancia. Pero
me interrumpió y me exhortó por última vez, irguiéndose entero, y
preguntándome si creía en Dios. Contesté que no. Se sentó indignado. Me dijo
que era imposible, que todos los hombres creían en Dios, aun aquellos que le
volvían la espalda. Tal era su convicción, y si alguna vez llegara a dudar,
la vida no tendría sentido. «¿Quiere usted», exclamó, «que mi vida carezca de
sentido?» Según mi opinión aquello no me concernía y se lo dije. Entonces me
puso el Cristo bajo los ojos por sobre la mesa y gritó en forma irrazonable:
«Yo soy cristiano. Pido a Este el perdón de tus pecados. ¿Cómo puedes no creer
que ha sufrido por ti?» Me di perfecta cuenta de que me tuteaba, pero...,
también, estaba harto. Cada vez hacía más y más calor Como siempre que siento
deseos de librarme de alguien a quien apenas escucho, puse cara de
aprobación. Con gran sorpresa mía, exclamó triunfante: «Ves, ves», decía.
«¿No es cierto que crees y que vas a confiarte en El?» Evidentemente, dije
«no» una vez más. Se dejó caer en el sillón.
Parecía muy
fatigado. Quedó un momento silencioso mientras la máquina, que no había
cesado de seguir el diálogo, prolongaba todavía las últimas frases. En
seguida me miró atentamente y con un poco de tristeza. Murmuró: «Nunca he
visto un alma tan endurecida como la suya. Los criminales que han comparecido
delante de mí han llorado siempre ante esta imagen del dolor.» Iba a
responder que eso sucedía justamente porque se trataba de criminales. Pero
pensé que yo también era criminal. Era una idea a la que no podía
acostumbrarme. Entonces el juez se levantó como si quisiera indicarme que el
interrogatorio había terminado. Se limitó a preguntarme, con el mismo aspecto
de cansancio, si lamentaba el acto que había cometido. Reflexioné y dije que
más que pena verdadera sentía cierto aburrimiento. Tuve la impresión de que
no me comprendía. Pero aquel día las cosas no fueron más lejos.
Después de
esto, volví a ver a menudo al juez de instrucción. Pero cada vez estaba
acompañado por mi abogado. Se limitaban a hacerme precisar ciertos puntos de
las declaraciones precedentes. O el juez discutía los cargos con el abogado.
Pero, en verdad, no se ocupaban nunca de mí en esos momentos. Sin embargo,
poco a poco cambió el tono de los interrogatorios. Parecía que el juez no se
interesaba más por mí y que había archivado el caso, en cierto modo. No me
habló más de Dios y no lo volví a ver más con la excitación del primer día.
Las entrevistas se hicieron más cordiales. Algunas preguntas, un poco de
conversación con el abogado, y los interrogatorios concluían. El asunto
seguía su curso, según la propia expresión del juez. Algunas veces también,
cuando la conversación era de orden general, me mezclaban en ella. Comenzaba
a respirar. Nadie en esos momentos se mostraba malo conmigo. Todo era tan
natural, tan bien arreglado y tan sobriamente representado, que tenía la
ridícula impresión de «formar parte de la familia.» Y al cabo de los once
meses que duró la instrucción, puedo decir que estaba casi asombrado de que
mis únicos regocijos hubiesen sido los raros momentos en los que el juez me
acompañaba hasta la puerta del despacho, palmeándome el hombro, y diciéndome
con aire cordial: «Basta por hoy, señor Anticristo.» Entonces me ponían
nuevamente en manos de los gendarmes.
II
Hay cosas de
las que nunca me ha gustado hablar. Cuando entré en la cárcel comprendí al
cabo de algunos días que no me gustaría hablar de esta parte de mi vida.
Más tarde dejé
de dar importancia a estas repugnancias. En realidad, yo no estaba realmente
en la cárcel los primeros días; esperaba vagamente algún nuevo
acontecimiento. Todo comenzó después de la primera y única visita de María.
Desde el día en que recibí su carta (me decía que no le permitían venir más
porque no era mi mujer), desde ese día sentí que la celda era mi casa y que
mi vida se detenía allí. El día de mi arresto me encerraron al principio en
una habitación donde había varios detenidos, la mayor parte árabes. Al verme,
se rieron. Luego me preguntaron qué había hecho. Dije que había matado a un
árabe y quedaron silenciosos. Pero un momento después cayó la noche. Me
explicaron cómo había que arreglar la estera en la que debía de acostarme.
Arrollando uno de los extremos podía hacerse una almohada. Toda la noche me
corrieron las chinches en la cara. Algunos días después me aislaron en una
celda en la que dormía sobre una tabla de madera. Tenía una cubeta para las
necesidades y una jofaina de hierro. La cárcel se hallaba en lo alto de la
ciudad y por la pequeña ventana podía ver el mar. Un día en que estaba
aferrado a los barrotes con el rostro extendido hacia la luz, entro un
guardián y me dijo que tenía una visita. Se me ocurrió que sería María. Y era
ella.
Para ir al
locutorio seguí por un largo pasillo, luego una escalera y, para terminar
otro pasillo. Entré en una gran habitación iluminada por una amplia abertura.
La sala estaba dividida en tres partes por dos altas rejas que la cortaban a
lo largo. Entre las dos rejas había un espacio de ocho a diez metros que
separaba a los visitantes de los presos. Vi a María enfrente de mí, con el
vestido a rayas y el rostro tostado. De mi lado había una decena de
detenidos, árabes la mayor parte. María estaba rodeada de moras y se
encontraba entre dos visitantes, una viejecita de labios apretados, vestida
de negro, y una mujer gorda, en cabeza, que hablaba muy alto y gesticulaba.
Debido a la distancia que había entre las rejas, los visitantes y los presos
se veían obligados a hablar muy alto. Cuando entré, el ruido de las voces que
rebotaba contra las grandes paredes desnudas de la sala, y la cruda luz que
bajaba desde el cielo sobre los vidrios y brotaba en la sala, me causaron una
especie de aturdimiento. Mi celda era más tranquila y más oscura. Necesité
algunos segundos para adaptarme. Sin embargo, concluí por ver cada rostro con
nitidez, destacado a plena luz. Observé que un guardián estaba sentado en el extremo
del pasillo entre las dos rejas. La mayor parte de los presos árabes, así
como sus familias, estaban en cuclillas frente a frente. Pero no gritaban. A
pesar del tumulto lograban entenderse hablando muy bajo. El murmullo sordo,
surgido desde abajo, formaba un bajo continuo a las conversaciones que se
entrecruzaban por sobre las cabezas. Observé todo rápidamente y avancé hacia
María. Pegada ya a la reja me sonreía con toda el alma. La encontré muy
bella, pero no supe decírselo.
«¿Qué tal?», me
dijo muy alto. «¿Qué tal?, ya lo ves.» «¿Estás bien? ¿Tienes todo lo que
precisas?» «Sí, todo.»
Nos callamos y
María seguía sonriendo. La mujer gorda aullaba a mi vecino, sin duda el
mando, un sujeto alto, rubio, de mirada franca. Era la continuación de una
conversación ya comenzada.
«Juana no quiso
tomarlo», gritaba a voz en cuello. «Sí, sí», decía el hombre. «Le dije que al
salir volverías a llevártelo pero no quiso tomarlo.»
María me gritó
por su parte que Raimundo me mandaba saludos. Dije: «Gracias» pero mi voz quedó
tapada por el vecino que pregunto «si estaba bien». Su mujer rió y dijo «que
nunca se había sentido mejor» El vecino de la izquierda, un jovenzuelo de
manos finas. no decía nada. Noté que estaba frente a la viejecita y que ambos
se miraban con intensidad. Pero no tuve tiempo de observarlos más porque
María me gritó que era necesario tener esperanzas. Dije: «Sí.» Al mismo
tiempo la miraba y tenía deseos de oprimirle el hombro por encima del
vestido. Tenía deseos de tocar la tela fina, pues no sabia qué otra cosa
podía esperar. Pero sin duda era lo que María quería decir porque seguía
sonriendo. Yo no veía más que el brillo de sus dientes y los pequeños
pliegues de sus ojos. Gritó de nuevo: «¡Saldrás y nos casaremos!» Respondí:
«¿Lo crees?» pero lo dije sobre todo por decir algo Dijo entonces rápidamente
y siempre muy alto que sí, que saldría libre y que volveríamos a bañarnos.
Pero la otra mujer aullaba por su lado y decía que había dejado un canasto en
la portería. Enumeraba todo lo que había puesto en él. Habría que verificarlo
pues todo costaba caro. El otro vecino y su madre seguían mirándose. El
murmullo de los árabes continuaba por debajo de nosotros. Afuera, la luz
pareció hincharse contra la ventana. Se derramó sobre todos los rostros como
un jugo fresco.
Me sentía un
poco enfermo y hubiese querido irme. El ruido me hacía daño. Pero, por otro
lado, quería aprovechar aun más la presencia de María. No sé cuánto tiempo
pasó. María me habló de su trabajo y no cesaba de sonreír. Se cruzaban los
murmullos, los gritos y las conversaciones. El único islote de silencio
estaba a mi lado, en el muchacho y la anciana que se miraban. Poco a poco los
árabes fueron llevados. No bien salió el primero, casi todo el mundo calló.
La viejecita se aproximó a los barrotes y, al mismo tiempo, un guardián hizo
una señal al hijo. Dijo: «Hasta pronto, mamá», y ella pasó la mano entre dos
barrotes para hacerle un saludo lento y prolongado.
La viejecita se
fue mientras un hombre entraba y ocupaba el lugar, con el sombrero en la
mano. Se introdujo a otro preso y hablaron con animación, pero a media voz
porque la habitación había vuelto a quedar silenciosa. Vinieron a buscar al
vecino de la derecha y su mujer le dijo sin bajar el tono, como si no hubiese
notado que ya no era necesario gritar: «¡Cuídate y fíjate en lo que haces!»
Luego me llegó el tumo. María hizo ademán de besarme. Me volví antes de
salir. Permanecía inmóvil, con el rostro apretado contra la reja, con la
misma sonó risa abierta y crispada.
Poco después me
escribió. Y a partir de ese momento comenzaron las cosas de las que nunca me
ha gustado hablar. De todos modos, no se debe exagerar nada y para mí resultó
más fácil que para otros. Al principio de la detención lo más duro fue que
tenía pensamientos de hombre libre por ejemplo, sentía deseos de estar en una
playa y de bajar hacia el mar. Al imaginar el ruido de las primeras olas bajo
las plantas de los pies, la entrada del cuerpo en el agua y el alivio que
encontraba, sentía de golpe cuánto se habían estrechado los muros de la
prisión. Pero esto duró algunos meses. Después no tuve sino pensamientos de
presidiario. Esperaba el paseo cotidiano que daba por el patio o la visita
del abogado. Disponía muy bien el resto del tiempo. Pensé a menudo entonces
que si me hubiesen hecho vivir en el tronco de un árbol seco sin otra
ocupación que la de mirar la flor del cielo sobre la cabeza, me habría
acostumbrado poco a poco. Hubiese esperado el paso de los pájaros y el
encuentro de las nubes como esperaba aquí las curiosas corbatas de mi abogado
y como, en otro mundo, esperaba pacientemente el sábado para estrechar el
cuerpo de María. Después de todo, pensándolo bien, no estaba en un árbol
seco. Había otros más desgraciados que yo. Por otra parte, mamá tenía la
idea, y la repetía a menudo, de que uno acaba por acostumbrarse a todo.
En cuanto a lo
demás, en general no iba tan lejos. Los primeros meses fueron duros. Pero
precisamente el esfuerzo que debía hacer ayudaba a pasarlos. Por ejemplo,
estaba atormentado por el deseo de una mujer. Era natural: yo era joven. No
pensaba nunca en María particularmente. Pero pensaba de tal manera en una
mujer, en las mujeres, en todas las que había conocido, en todas las
circunstancias en las que las había amado, que la celda se llenaba con todos
sus rostros y se poblaba con mis deseos. En cierto sentido esto me
desequilibraba. Pero en otro, mataba el tiempo. Había concluido por ganar la
simpatía del guardián jefe que acompañaba al mozo de la cocina a la hora de
las comidas. El fue quien primero me habló de mujeres. Me dijo que era la
primera cosa de la que se quejaban los otros. Le dije que yo era como ellos y
que encontraba injusto este tratamiento. «Pero», dijo, «precisamente para eso
los ponen a ustedes en la cárcel.» —«¿Cómo, para eso?»— «Pues sí. La libertad
es eso. Se les priva de la libertad.» Nunca había pensado en ello. Asentí:
«Es verdad», le dije, «si no, ¿dónde estaría el castigo?» —«Sí, usted
comprende las cosas. Los demás no. Pero concluyen por satisfacerse por sí
mismos.» El guardián se marchó en seguida.
Hubo también
los cigarrillos. Cuando entré en la cárcel me quitaron el cinturón, los
cordones de los zapatos, la corbata y todo lo que llevaba en los bolsillos,
especialmente los cigarrillos, una vez en la celda pedí que me los devolvieran.
Pero se me dijo que estaba prohibido. Los primeros días fueron muy duros.
Quizá haya sido esto lo que más me abatió. Chupaba trozos de madera que
arrancaba de la tabla de la cama. Soportaba durante todo el día una náusea
perpetua. No comprendía por qué me privaban de aquello que no hacía mal a
nadie. Más tarde comprendí que también formaba parte del castigo. Pero ya me
había acostumbrado a no fumar más y este castigo había dejado de ser tal para
mí.
Fuera de estas
molestias no me sentía demasiado desgraciado. Una vez más todo el problema
consistía en matar el tiempo. A partir del instante en que aprendí a
recordar, concluí por no aburrirme en absoluto. Me ponía a veces a pensar en
mi cuarto, y, con la imaginación, salía de un rincón para volver detallando
mentalmente todo lo que encontraba en el camino. Al principio lo hacía
rápidamente. Pero cada vez que volvía a empezar era un poco más largo.
Recordaba cada mueble, y de cada uno, cada objeto que en él se encontraba, y
de cada objeto, todos los detalles, y de los detalles, una incrustación, una
grieta o un borde gastado, los colores y las imperfecciones. Al mismo tiempo
ensayaba no perder el hilo del inventario, hacer una enumeración completa. Es
cierto que fue al cabo de algunas semanas, pero podía pasar horas nada más
que con enumerar lo que se encontraba en mi cuarto. Así, cuanto más
reflexionaba, más cosas desconocidas u olvidadas extraía de la memoria.
Comprendí entonces que un hombre que no hubiera vivido más que un solo día
podía vivir fácilmente cien años en una cárcel. Tendría bastantes recuerdos
para no aburrirse. En cierto sentido era una ventaja.
Existía también
el sueño. Al principio dormía mal por la noche y nada durante el día. Poco a
poco las noches fueron mejores y pude también dormir de día. Puedo decir que
en los últimos meses dormía de dieciséis a dieciocho horas por día. Me
quedaban por lo tanto seis horas para matar con comida, las necesidades
naturales, los recuerdos y la historia del checoslovaco.
Entre el jergón
y la tabla de la cama había encontrado, en efecto, casi pegado al género, un
viejo trozo de periódico, amarillento y transparente. Relataba un hecho
policial cuyo comienzo faltaba pero que había debido ocurrir en
Checoslovaquia. Un hombre había partido de un pueblo checo para hacer
fortuna. Al cabo de veinticinco años había regresado rico, con su mujer y un
hijo. La madre y una hermana dirigían un hotel en el pueblo natal. Para
sorprenderlas, había dejado a la mujer y al hilo en otro establecimiento y
había ido a casa de la madre, que no le había reconocido cuando entró. Por
broma, se le ocurrió tomar una habitación. Había mostrado el dinero. Durante
la noche, la madre y la hermana le habían asesinado a martillazos para
robarle y habían arrojado el cuerpo al río. Por la mañana había venido la
mujer y sin saberlo, había revelado la identidad del viajero. La madre se
había ahorcado. La hermana se había arrojado a un pozo. Debo de haber leído
esta historia miles de veces Por un lado era inverosímil; por otro, era
natural. De todos modos, me parecía que el viajero lo había merecido en parte
y que nunca se debe jugar.
Así pasó el
tiempo, con las horas de sueño los recuerdos, la lectura del hecho policial y
la alteración de la luz y de la sombra. Había leído que en la cárcel se
concluía por perder la noción del tiempo. Pero no tenía mucho sentido para
mí. No había comprendido hasta qué punto los días podían ser a la vez largos
y cortos. Largos para vivirlos sin duda, pero tan distendidos que concluían
por desbordar unos sobre los otros. Perdían el nombre. Las palabras ayer y
mañana eran las únicas que conservaban un sentido para mí.
Cuando un día
el guardián me dijo que estaba allí desde hacía cinco meses, le creí, pero no
le comprendí. Para mí era el mismo día que se desarrollaba sin cesar en la
celda y la misma tarea que proseguía. Ese día, después de la partida del guardián,
me miré en el agua de la escudilla. Me pareció que mi imagen continuaba
seria, aun cuando ensayaba sonreír. La agité delante de mí. Sonreí y conservó
el mismo aire severo y triste. El día concluía y era la hora de la que no
quiero hablar, la hora sin nombre, en la que los ruidos de la noche subían
desde todos los pisos de la cárcel en un cortejo de silencio. Me acerqué a la
claraboya y con la última luz contemplé una vez más mi imagen. Seguía siempre
seria y nada tenía de sorprendente pues en ese momento yo lo estaba también.
Pero al mismo tiempo, y por primera vez desde hacía largos meses, oí
distintamente el sonido de mi voz. Reconocí que era la que resonaba desde
hacía muchos días en mi oído y comprendí que durante todo ese tiempo había
hablado solo Recordé entonces lo que decía la enfermera en el entierro de
mamá. No, no había escapatoria y nadie puede imaginar lo que son las noches
en las cárceles.
III
Puedo decir
que, en rigor, el verano reemplazó muy pronto al verano. Sabía que con la
subida de los primeros calores sobrevendría algo nuevo para mí. Mi proceso
estaba inscripto para la última reunión del Tribunal, que se realizaría en el
mes de junio. La audiencia comenzó mientras afuera el sol estaba en su
plenitud. El abogado me había asegurado que no duraría más de dos o tres
días. «Por otra parte», había agregado, «el Tribunal tendrá prisa porque su
asunto no es el más importante de la audiencia. Hay un parricidio que pasará
inmediatamente después».
A las siete y
media de la mañana vinieron a buscarme y el coche celular me condujo al
Palacio de Justicia. Los dos gendarmes me hicieron entrar en una habitación
pequeña que olía a humedad. Esperamos sentados cerca de una puerta tras la
cual se oían voces, llamamientos, ruidos de sillas y todo un bullicio que me
hizo pensar en esas fiestas de barrio en las que se arregla la sala para
poder bailar después del concierto. Los gendarmes me dijeron que era
necesario esperar al Tribunal y uno de ellos me ofreció un cigarrillo, que
rechacé. Me preguntó poco después si estaba nervioso. Respondí que no. Y aun,
en cierto sentido, me interesaba ver un proceso. No había tenido nunca
ocasión de hacerlo en mi vida. «Sí», dijo el segundo gendarme, «pero concluye
por cansar.»
Después de un
momento un breve campanilleo sonó en la sala. Me quitaron entonces las
esposas. Abrieron la puerta y me hicieron entrar al lugar de los acusados. La
sala estaba llena de bote en bote. A pesar de las cortinas, el sol se
filtraba por algunas partes y el aire estaba sofocante. Habían dejado los
vidrios cerrados. Me senté y los gendarmes me rodearon. En ese momento vi una
fila de rostros delante de mí. Todos me miraban: comprendí que eran los
jurados. Pero no puedo decir en qué se diferenciaban unos de otros. Sólo tuve
una impresión: estaba delante de una banqueta de tranvía y todos los viajeros
anónimos espiaban al recién llegado para notar lo que tenía de ridículo. Sé
perfectamente que era una idea tonta, pues allí no buscaban el ridículo, sino
el crimen. Sin embargo, la diferencia no es grande y, en cualquier caso, es
la idea que se me ocurrió.
Estaba un poco
aturdido también ante tanta gente en la sala cerrada. Miré otra vez hacia el
público y no distinguí ningún rostro. Creo que al principio no me había dado
cuenta de que toda esa gente se apretujaba para verme. Generalmente, los
demás no se ocupaban de mi persona. Me costó un esfuerzo comprender que yo
era la causa de toda esta agitación. Dije al gendarme: «¡Cuánta gente!» Me
respondió que era por los periódicos y me mostró un grupo que estaba cerca de
una mesa, debajo del estrado de los jurados. Me dijo: «Ahí están.» Pregunté:
«¿Quiénes?», y repitió: «Los periódicos.» Conocía a uno de los periodistas
que le vio en ese momento y se dirigió hacia nosotros. Era un hombre ya
bastante entrado en años, simpático, con una cara gesticulosa. Estrechó la
mano del gendarme con mucho calor. Noté en ese momento que toda la gente se
reunía, se interpelaba y conversaba como en un club donde es agradable
encontrarse entre personas del mismo mundo. Me expliqué también la extraña
impresión que sentía de estar de más, de ser un poco intruso. Sin embargo, el
periodista se dirigió a mí, sonriente. Me dijo que esperaba que todo saldría
bien para mí. Le agradecí, y agregó: «Usted sabe, hemos hinchado un poco el asunto.
El verano es la estación vacía para los periódicos. Y lo único que valía algo
era su historia y la del parricida.» Me mostró en seguida, en el grupo que
acababa de dejar, a un hombrecillo que parecía una comadreja cebada con
enormes gafas de aro negro. Me dijo que era el enviado especial de un diario
de París: «No ha venido por usted, desde luego. Pero como está encargado de
informar acerca del proceso del parricida, se le ha pedido que telegrafíe
sobre su asunto al mismo tiempo.» Ahí, otra vez, estuve a punto de
agradecerle. Pero pensé que sería ridículo. Me hizo un breve ademán cordial
con la mano y nos dejó. Esperamos aún algunos minutos.
Llegó el
abogado, de toga, rodeado de muchos otros colegas. Fue hacia los periodistas
y dio algunos apretones de mano. Bromearon, rieron, y parecían sentirse muy a
su gusto, hasta el momento en que el campanilleo sonó en la sala. Todos
volvieron a sus lugares. El abogado vino hacia mí, me estrechó la mano y me
aconsejó que contestara brevemente a las preguntas que se me formularan, que
no tomara la iniciativa y que confiara en él para todo lo demás.
Oí el ruido de
una silla que hacían retroceder a la izquierda y vi a un hombre alto,
delgado, vestido de rojo, con lentes, que se sentaba arreglando
cuidadosamente la toga. Era el Procurador. Un ujier anunció la presencia del
Tribunal. En el mismo momento comenzaron a zumbar dos enormes ventiladores.
Tres jueces, dos de negro y el tercero de rojo, entraron con expedientes y
caminaron rápidamente hacia el estrado que dominaba la sala. El hombre de
toga roja se sentó en el sillón del centro, colocó el birrete delante de sí,
se enjugó el pequeño cráneo calvo con un pañuelo y declaró que la audiencia
quedaba abierta.
Los periodistas
tenían ya la estilográfica en la mano. Aparentaban todos el mismo aire
indiferente y un poco zumbón. Sin embargo, uno de ellos, mucho más joven,
vestido de franela gris con corbata azul, había dejado la estilográfica
delante de sí y me miraba. En su rostro un poco asimétrico no veía más que
los dos ojos, muy claros, que me examinaban atentamente, sin expresar nada
definible. Y tuve la singular impresión de ser mirado por mí mismo. Quizá
haya sido por esto, o también porque no conocía las costumbres del lugar,
pero no comprendí claramente todo lo que ocurrió en seguida, el sorteo de los
jurados, las preguntas planteadas por el Presidente al abogado, al Procurador
y al Jurado (cada vez todas las cabezas de los jurados se volvían al mismo
tiempo hacia el Tribunal), una rápida lectura del acta de acusación, en la
que reconocía nombres de lugares y de personas, y nuevas preguntas al
abogado.
El Presidente
dijo que iba a proceder al llamado de los testigos. El ujier leyó unos
nombres que me atrajeron la atención. Del seno del público, informe un
momento antes, vi levantarse uno por uno, para desaparecer en seguida por una
puerta lateral, al director y al portero del asilo, al viejo Tomás Pérez, a
Raimundo, a Masson, a Salamano y a María. Esta me hizo una ligera seña
ansiosa. Estaba asombrado aún de no haberlos visto antes, cuando al llamado
de su nombre se levantó el último: Celeste. Reconocí a su lado a la mujercita
del restaurante con la chaqueta y el aire preciso y decidido. Me miraba con
intensidad. Pero no tuve tiempo de reflexionar porque el Presidente tomó la
palabra. Dijo que iba a comenzar la verdadera audiencia y que creía inútil
recomendar al público que conservara la calma. Según él, estaba allí para
dirigir con imparcialidad la audiencia de un asunto que quería considerar con
objetividad. La sentencia dictada por el Jurado sería adoptada con espíritu
de justicia y, en cualquier caso, haría desalojar la sala al menor incidente.
El calor
aumentaba. En la sala los asistentes se abanicaban con los periódicos, lo que
producía un leve ruido continuo de papel arrugado. El Presidente hizo una
señal y el ujier trajo tres abanicos de paja trenzada que los tres jueces
utilizaron inmediatamente.
El
interrogatorio comenzó en seguida. El Presidente me preguntó con calma y me
pareció que aun con un matiz de cordialidad. Se me hizo declarar otra vez
sobre mi identidad y, a pesar de mi irritación, pensé que en el fondo era
bastante natural porque sería muy grave juzgar a un hombre por otro. Luego el
Presidente volvió a comenzar el relato de lo que y o, había hecho, dirigiéndose
a mí cada tres frases para preguntarme: «¿Es así?» Cada vez respondí: «Sí,
señor Presidente», según las instrucciones del abogado. Esto fue largo porque
el presidente era muy minucioso en su relato. Entretanto, los periodistas
escribían. Yo sentía la mirada del periodista más joven y de la pequeña
autómata. La banqueta de tranvía se había vuelto toda entera hacia el
Presidente. Este tosió, hojeó el expediente y se volvió hacia mí
abanicándose.
Me dijo que
debía abordar ahora cuestiones aparentemente extrañas al asunto, pero que
quizá le tocasen bien de cerca. Comprendí que iba a hablarme otra vez de mamá
y sentí al mismo tiempo cuánto me aburría. Me preguntó por qué había metido a
mamá en el asilo. Contesté que porque carecía de dinero para hacerla atender
y cuidar. Me preguntó si me había costado personalmente y contesté que ni
mamá ni yo esperábamos nada el uno del otro, ni de nadie por otra parte, y
que ambos nos habíamos acostumbrado a nuestras nuevas vidas. El Presidente
dijo entonces que no quería insistir sobre este punto y preguntó al
Procurador si no tenía otra pregunta que formularme.
El Procurador
estaba medio vuelto de espaldas hacia mí y, sin mirarme, declaró que, con la
autorización del Presidente, querría saber si yo había vuelto al manantial
con la intención de matar al árabe. «No», dije. «Entonces, ¿por qué estaba
armado y por qué volver a ese lugar precisamente?» Dije que era el azar. Y el
Procurador señaló con acento cruel: «Nada más por el momento.» Todo fue en
seguida un poco confuso, por lo menos para mí. Pero después de algunos
conciliábulos el Presidente declaró que la audiencia quedaba levantada y
transferida hasta la tarde para recibir la declaración de los testigos.
No tuve tiempo
de reflexionar. Se me llevó, se me hizo subir al coche celular y se me
condujo a la cárcel, donde comí. Al cabo de muy poco tiempo, exactamente el
necesario para darme cuenta de que estaba cansado, volvieron a buscarme: todo
comenzó de nuevo y me encontré en la misma sala, delante de los mismos
rostros. Sólo que el calor era mucho más intenso y, como por milagro, cada
uno de los jurados, el Procurador, el abogado y algunos periodistas estaban
también provistos de abanicos de paja. El periodista joven y la mujercita
estaban siempre allí. Pero no se abanicaban y seguían mirándome sin decir
nada.
Me enjugué el
sudor que me cubría el rostro y recobré un poco la conciencia del lugar y de
mí mismo sólo cuando oí llamar al director del asilo. Le preguntaron si mamá
se quejaba de mí y dijo que sí, pero que sus pensionistas tenían un poco la
manía de quejarse de los parientes. El Presidente le hizo precisar si ella me
reprochaba el haberla metido en el asilo, y el director dijo otra vez que sí.
Pero esta vez no agregó nada. A otra pregunta contestó que había quedado
sorprendido de mi calma el día del entierro. Le preguntaron qué entendía por
calma. El director miró entonces la punta de sus zapatos y dijo que yo no
había querido ver a mamá, que no había llorado ni una sola vez y que después
del entierro había partido en seguida, sin recogerme ante su tumba. Otra cosa
le había sorprendido: un empleado de pompas fúnebres le había dicho que yo no
sabía la edad de mamá. Hubo un momento de silencio, y el Presidente le
preguntó si estaba seguro que era de mí de quien había hablado. Como el
director no comprendía la pregunta, le dijo: «Así lo dispone la ley.» Luego
el Presidente preguntó al Abogado General si quería interrogar al testigo, y
el Procurador gritó: «¡Oh, no, es suficiente!» con tal ostentación y tal
mirada triunfante hacia mi lado que por primera vez desde hacía muchos años
tuve un estúpido deseo de llorar porque sentí cuánto me detestaba toda esa
gente.
Después de
haber preguntado al Jurado y al abogado si tenían preguntas que formular, el
Presidente oyó al portero. Para él, como para todos los demás, se repitió el
mismo ceremonial. Cuando llegó, el portero me miró y apartó la vista.
Respondió a las preguntas que se le formularon. Dijo que yo no había querido
ver a mamá, que había fumado, que había dormido y tomado café con leche.
Sentí entonces
que algo agitaba a toda la sala y por primera vez comprendí que era culpable.
Hicieron repetir al portero la historia del café con leche y la del
cigarrillo. El Abogado General me miró con brillo irónico en los ojos. En ese
momento el abogado preguntó al portero si no había fumado conmigo. Pero el
Procurador se opuso violentamente a esta pregunta: «¿Quién es aquí el
criminal y cuáles son los métodos que consisten en manchar a los testigos de
la acusación para desvirtuar testimonios que no por eso resultan menos
aplastantes?» Pese a todo, el Presidente ordenó al portero que respondiese a
la pregunta. El viejo dijo con aire cohibido: «Sé perfectamente que hice mal.
Pero no me atreví a rehusar el cigarrillo que el señor me ofreció.» En último
lugar, me preguntaron si no tenía nada que agregar. «Nada, respondí,
solamente que el testigo tiene razón. Es verdad que le ofrecí un cigarrillo.»
El portero me miró entonces con un poco de asombro y una especie de gratitud.
Vaciló; luego dijo que era él quien me había ofrecido el café con leche. El
abogado triunfó ruidosamente y declaró que los jurados apreciarían. Pero el
Procurador atronó sobre nuestras cabezas y dijo: «Sí. Los señores jurados
apreciarán. Y llegarán a la conclusión de que un extraño podía proponer tomar
café, pero que un hijo debía rechazarlo delante del cuerpo de la que le había
dado la vida.» El portero volvió a su asiento.
Cuando llegó el
turno a Tomás Pérez, un ujier tuvo que sostenerlo hasta la barra. Pérez dijo
que había conocido principalmente a mi madre y que no me había visto más que
una vez, el día del entierro. Le preguntaron qué había hecho yo ese día, y
respondió: «Ustedes comprenderán; me sentía demasiado apenado, de manera que
nada vi. La pena me impedía ver. Porque era para mí una pena muy grande. Y
hasta me desmayé. De manera que no pude ver al señor.» El Abogado General le
preguntó si por lo menos me había visto llorar. Pérez respondió que no. El
Procurador dijo entonces a su vez: «Los señores jurados apreciarán.» Pero el
abogado se había enfadado. Preguntó a Pérez en un tono que me pareció
exagerado, «si había visto que yo no hubiera llorado.» Pérez dijo: «No.» El
público rió. Y el abogado recogiendo una de las mangas, dijo con tono
perentorio: «¡He aquí la imagen de este proceso! ¡Todo es cierto y nada es
cierto!» El Procurador tenía el rostro impenetrable y clavaba la punta del
lápiz en los rótulos de los expedientes.
Después de
cinco minutos de suspensión durante los cuales el abogado me dijo que todo
iba bien, se oyó que la defensa citaba a Celeste. La defensa era yo. Celeste
echaba miradas hacia mi lado de cuando en cuando y daba vueltas a un panamá
entre las manos. Llevaba el traje nuevo que se ponía para ir conmigo algunos
domingos a las carreras de caballos. Pero creo que no había podido ponerse el
cuello porque llevaba solamente un botón de cobre para mantener cerrada la
camisa. Le preguntaron si yo era cliente suyo, y dijo: «Sí, pero también era
un amigo»; lo que pensaba de mí, y respondió que yo era un hombre; qué
entendía por eso, y declaró que todo el mundo sabía lo que eso quería decir;
si había notado que era reservado y se limitó a reconocer que yo no hablaba
para decir nada. El Abogado General le preguntó si yo pagaba regularmente la
pensión. Celeste se rió y declaró: «Esos eran detalles entre nosotros.» Le
preguntaron otra vez qué pensaba de mi crimen. Apoyó entonces las manos en la
barra y se veía que había preparado alguna respuesta. Dijo: «Para mí, es una
desgracia. Todo el mundo sabe lo que es una desgracia. Lo deja a uno sin
defensa. Y bien: para mí es una desgracia.» Iba a continuar, pero el
Presidente le dijo que estaba bien y que se le agradecía. Entonces Celeste
quedó un poco perplejo. Pero declaró que quería decir algo más. Se le pidió
que fuese breve. Repitió aún que era una desgracia. Y el Presidente dijo:
«Sí, de acuerdo. Pero estamos aquí para juzgar desgracias de este género.
Muchas gracias.» Como si hubiese llegado al colmo de su sabiduría y de su
buena voluntad, Celeste se volvió entonces hacia mí. Me pareció que le
brillaban los ojos y le temblaban los labios. Parecía preguntarme qué más
podía hacer. Yo no dije nada, no hice gesto alguno, pero es la primera vez en
mi vida que sentí deseos de besar a un hombre. El Presidente le ordenó otra
vez que abandonara la barra. Celeste fue a sentarse en el escaño. Durante
todo el resto de la audiencia quedó allí, un poco inclinado hacia adelante,
con los codos en las rodillas, el panamá sobre las manos, oyendo todo lo que
se decía.
María entró. Se
había puesto sombrero y todavía estaba hermosa. Pero me gustaba más con la
cabeza descubierta. Desde el lugar en que estaba adivinaba el ligero peso de
sus senos y reconocía el labio inferior siempre un poco abultado. Parecía muy
nerviosa. Le preguntaron en seguida desde cuándo me conocía. Indicó la época
en que trabajaba con nosotros. El Presidente quiso saber cuáles eran sus
relaciones conmigo. Dijo que era mi amiga. A otra pregunta, contestó que era
cierto que debía casarse conmigo. El Procurador, que hojeaba un expediente,
le preguntó con tono brusco cuándo comenzó nuestra unión. Ella indicó la
fecha. El Procurador señaló con aire indiferente que le parecía que era el
día siguiente al de la muerte de mamá. Luego dijo con ironía que no querría
insistir sobre una situación delicada; que comprendía muy bien los escrúpulos
de María, pero (y aquí su acento se volvió más duro) que su deber le ordenaba
pasar por encima de las conveniencias. Pidió pues a María que resumiera el
día en el que yo la había conocido. María no quería hablar, pero ante la
insistencia del Procurador recordó el baño, la ida al cine y el regreso a mi
casa. El Abogado General dijo que después de las declaraciones de María en el
sumario de instrucción había consultado los programas de esa fecha. Agregó
que la propia María diría qué película pasaban entonces. Con voz casi
inaudible María indicó que en efecto era una película de Femandel. Cuando
concluyó, el silencio era completo en la sala. El Procurador se levantó
entonces muy gravemente y con voz que me pareció verdaderamente conmovida, el
dedo tendido hacia mí, articuló lentamente: «Señores jurados: al día
siguiente de la muerte de su madre este hombre tomaba baños, comenzaba una unión
irregular e iba a reír con una película cómica. No tengo nada más que decir.»
Volvió a sentarse, siempre en medio del silencio. Pero de golpe María estalló
en sollozos; dijo que no era así, que había otra cosa, que la forzaban a
decir lo contrario de lo que pensaba, que me conocía bien y que no había
hecho nada malo. Pero el ujier, a una señal del Presidente, la llevó y la
audiencia prosiguió.
En seguida se
escuchó, pero apenas, a Masson, quien declaró que yo era un hombre honrado,
«y que diría más, era un hombre bueno.» Apenas se escuchó también a Salamano
cuando recordó que había tratado bien a su perro y cuando respondió a una
pregunta sobre mi madre y sobre mí diciendo que yo no tenía nada más que
decir a mamá y que por eso la había metido en el asilo. «Hay que comprender,
decía Salamano, hay que comprender.» Pero nadie parecía comprender. Se lo
llevaron.
Luego llegó el
turno a Raimundo, que era el último testigo. Me hizo una ligera señal y dijo
al instante que yo era inocente. Pero el Presidente declaró que no se le
pedían apreciaciones, sino hechos. Le invitó a esperar las preguntas para
responder. Le hicieron precisar sus relaciones con la víctima. Raimundo
aprovechó para decir que era a él a quien este último odiaba desde que había
abofeteado a su hermana. Sin embargo, el Presidente le preguntó si la víctima
no tenía algún motivo para odiarme. Raimundo dijo que mi presencia en la
playa era fruto de la casualidad. Entonces el Procurador le preguntó cómo era
que la carta origen del drama había sido escrita por mí. Raimundo respondió
que era una casualidad. El Procurador redargüyó que la casualidad tenía ya
muchas fechorías sobre su conciencia en este asunto. Quiso saber si era por
casualidad que yo no había intervenido cuando Raimundo abofeteó a su amante;
por casualidad que yo había servido de testigo en la comisaría; por
casualidad aún que mis declaraciones con motivo de ese testimonio habían
resultado de pura complacencia. Para concluir, preguntó a Raimundo cuáles
eran sus medios de vida, y como el último respondiera: «guardalmacén», el
Abogado General declaró a los jurados que el testigo ejercía notoriamente el
oficio de proxeneta. Yo era su cómplice y su amigo. Se trataba de un drama
crapuloso de la más baja especie, agravado por el hecho de tener delante a un
monstruo moral. Raimundo quiso defenderse y el abogado protestó, pero se le
dijo que debía dejar terminar al Procurador. Este dijo: «Tengo poco que
agregar. ¿Era amigo suyo?», preguntó a Raimundo. «Sí», dijo éste, «era mi
camarada». El Abogado General me formuló entonces la misma pregunta y yo miré
a Raimundo, que no apartó la vista. Respondí: «Sí.» El Procurador se volvió
hacia el Jurado y declaró: «El mismo hombre que al día siguiente al de la
muerte de su madre se entregaba al desenfreno más vergonzoso mató por razones
fútiles y para liquidar un incalificable asunto de costumbres inmorales.»
Volvió a
sentarse. Pero el abogado, al tope de la paciencia, gritó levantando los
brazos de manera que las mangas al caer descubrieron los pliegues de la
camisa almidonada. «En fin, ¿se le acusa de haber enterrado a su madre o de
haber matado a un hombre?» El público rió. El Procurador se reincorporó una
vez más, se envolvió en la toga y declaró que era necesario tener la
ingenuidad del honorable defensor para no advertir que entre estos dos
órdenes de hechos existía una relación profunda, patética, esencial. «Sí»,
gritó con fuerza, «yo acuso a este hombre de haber enterrado a su madre con
corazón de criminal». Esta declaración pareció tener considerable efecto
sobre el público. El abogado se encogió de hombros y enjugó el sudor que le
cubría la frente. Pero él mismo parecía vencido y comprendí que las cosas no
iban bien para mí.
Todo fue muy
rápido después. La audiencia se levantó. Al salir del Palacio de Justicia
para subir al coche reconocí en un breve instante el olor y el color de la
noche de verano. En la oscuridad de la cárcel rodante encontré uno por uno,
surgidos de lo hondo de mi fatiga, todos los ruidos familiares de una ciudad
que amaba y de cierta hora en la que ocurríame sentirme feliz. El grito de
los vendedores de diarios en el aire calmo de la tarde, los últimos pájaros
en la plaza, el pregón de los vendedores de emparedados, la queja de los
tranvías en los recodos elevados de la ciudad y el rumor del cielo antes de
que la noche caiga sobre el puerto, todo esto recomponía para mí un
itinerario de ciego, que conocía bien antes de entrar en la cárcel. Sí, era
la hora en la que, hace ya mucho tiempo, me sentía contento. Entonces me
esperaba siempre un sueño ligero y sin pesadillas. Y sin embargo, había
cambiado, pues a la espera del día siguiente fue la celda lo que volví a
encontrar. Como si los caminos familiares trazados en los cielos de verano
pudiesen conducir tanto a las cárceles como a los sueños inocentes.
IV
Aun en el
banquillo de los acusados es siempre interesante oír hablar de uno mismo.
Durante los alegatos del Procurador y del abogado puedo decir que se habló
mucho de mí y quizá más de mí que de mi crimen. ¿Eran muy diferentes, por otra
parte, esos alegatos? El abogado levantaba los brazos y defendía mi
culpabilidad, pero con excusas. El Procurador tendía las manos y denunciaba
mi culpabilidad, pero sin excusas. Una cosa, empero, me molestaba vagamente.
Pese a mis preocupaciones estaba a veces tentado de intervenir y el abogado
me decía entonces: «Cállese, conviene más para la defensa.» En cierto modo
parecían tratar el asunto prescindiendo de mí. Todo se desarrollaba sin mi
intervención. Mi suerte se decidía sin pedirme la opinión. De vez en cuando
sentía deseos de interrumpir a todos y decir: «Pero, al fin y al caso, ¿quién
es el acusado? Es importante ser el acusado. Y yo tengo algo que decir.» Pero
pensándolo bien no tenía nada que decir. Por otra parte, debo reconocer que
el interés que uno encuentra en atraer la atención de la gente no dura mucho.
Por ejemplo, el alegato del Procurador me fatigó muy pronto. Sólo me llamaron
la atención o despertaron mi interés fragmentos, gestos o tiradas enteras,
pero separadas del conjunto.
Si he
comprendido bien, el fondo de su pensamiento es que yo había premeditado el
crimen. Por lo menos, trató de demostrarlo. Como él mismo decía: «Lo probaré,
señores, y lo probaré doblemente. Bajo la deslumbrante claridad de los
hechos, en primer término, y en seguida, en la oscura iluminación que me
proporcionará la psicología de esta alma criminal.» Resumió los hechos a
partir de la muerte de mamá. Recordó mi insensibilidad, mi ignorancia sobre
la edad de mamá, el baño del día siguiente con una mujer, el cine, Fernandel,
y, por fin, el retorno con María. Necesité tiempo para comprenderle en ese
momento porque decía «su amante» y para mí ella era María. Después se refirió
a la historia de Raimundo. Me pareció que su manera de ver los hechos no
carecía de claridad. Lo que decía era plausible. De acuerdo con Raimundo yo
había escrito la carta que debía atraer a la amante y entregarla a los malos
tratos de un hombre de «dudosa moralidad.» Yo había provocado en la playa a
los adversarios de Raimundo. Este había resultado herido. Yo le había pedido
el revólver. Había vuelto sólo para utilizarlo. Había abatido al árabe, tal
como lo tenía proyectado. Había disparado una vez. Había esperado. Y «para
estar seguro de que el trabajo estaba bien hecho», había disparado aún cuatro
balas, serenamente, con el blanco asegurado, de una manera, en cierto modo,
premeditada.
«Y bien,
señores», dijo el Abogado General: «Acabo de reconstruir delante de ustedes
el hilo de acontecimientos que condujo a este hombre a matar con pleno
conocimiento de causa. Insisto en esto», dijo, «pues no se trata de un
asesinato común, de un acto irreflexivo que ustedes podrían considerar
atenuado por las circunstancias. Este hombre, señores, este hombre es
inteligente. Ustedes le han oído, ¿no es cierto? Sabe contestar. Conoce el
valor de las palabras. Y no es posible decir que ha actuado sin darse cuenta
de lo que hacía».
Yo escuchaba y
oía que se me juzgaba inteligente. Pero no comprendía bien cómo las
cualidades de un hombre común podían convertirse en cargos aplastantes contra
un culpable. Por lo menos, era esto lo que me chocaba y no escuché más al
Procurador hasta el momento en que le oí decir: « ¿Acaso ha demostrado por lo
menos arrepentimiento? Jamás, señores. Ni una sola vez en el curso de la
instrucción este hombre ha parecido conmovido por su abominable crimen.» En
ese momento se volvió hacia mí, me señaló con el dedo, y continuó abrumándome
sin que pudiera comprender bien por qué. Sin duda no podía dejar de reconocer
que tenía razón. No lamentaba mucho mi acto. Pero tanto encarnizamiento me
asombraba. Hubiese querido tratar de explicarle cordialmente, casi con
cariño, que nunca había podido sentir verdadero pesar por cosa alguna. Estaba
absorbido siempre por lo que iba a suceder, por hoy o por mañana. Pero,
naturalmente, en el estado en que se me había puesto, no podía hablar a nadie
en este tono. No tenía derecho de mostrarme afectuoso, ni de tener buena
voluntad. Y traté de escuchar otra vez porque el Procurador se puso a hablar
de mi alma.
Decía que se
había acercado a ella y que no había encontrado nada, señores jurados. Decía
que, en realidad, yo no tenía alma en absoluto y que no me era accesible ni
lo humano, ni uno solo de los principios morales que custodian el corazón de
los hombres. «Sin duda», agregó, «no podríamos reprochárselo. No podemos
quejarnos de que le falte aquello que no es capaz de adquirir. Pero cuando se
trata de este Tribunal la virtud enteramente negativa de la tolerancia debe
convertirse en la menos fácil pero más elevada de la justicia. Sobre todo
cuando el vacío de un corazón, tal como se descubre en este hombre, se
transforma en un abismo en el que la sociedad puede sucumbir». Habló entonces
de mi actitud para con mamá. Repitió lo que había dicho en las audiencias anteriores.
Pero estuvo mucho más largo que cuando hablaba del crimen; tan largo que
finalmente no sentí más que el calor de la mañana. Por lo menos hasta el
momento en que el Abogado General se detuvo y, después de un momento de
silencio, volvió a comenzar con voz muy baja y muy penetrante: «Este mismo
Tribunal, señores, va a juzgar mañana el más abominable de los crímenes: la
muerte de un padre.» Según él, la imaginación retrocedía ante este atroz
atentado. Osaba esperar que la justicia de los hombres castigaría sin
debilidad. Pero, no temía decirlo el horror que le inspiraba este crimen
cedía casi frente al que sentía delante de mi insensibilidad. Siempre según
él, un hombre que mataba moralmente a su madre se sustraía de la sociedad de
los hombres por el mismo título que el que levantaba la mano asesina sobre el
autor de sus días. En todos los casos, el primero preparaba los actos del
segundo y, en cierto modo, los anunciaba y los legitimaba. «Estoy persuadido,
señores», agregó alzando la voz, «de que no encontrarán ustedes demasiado
audaz mi pensamiento si digo que el hombre que está sentado en este banco es
también culpable de la muerte que este Tribunal deberá juzgar mañana. Debe
ser castigado en consecuencia.» Aquí el Procurador se enjugó el rostro brillante
de sudor. Dijo en fin que su deber era penoso, pero que lo cumpliría
firmemente. Declaró que yo no tenía nada que hacer en una sociedad cuyas
reglas más esenciales desconocía y que no podía invocar al corazón humano
cuyas reacciones elementales ignoraba. «Os pido la cabeza de este hombre»,
dijo, «y os la pido con el corazón tranquilo. Pues si en el curso de mi ya
larga carrera me ha tocado reclamar penas capitales, nunca tanto como hoy he
sentido este penoso deber compensado, equilibrado, iluminado por la
conciencia de un imperioso y sagrado mandamiento y por el horror que siento
delante del rostro de un hombre en el que no leo más que monstruosidades».
Cuando el
Procurador volvió a sentarse hubo un momento de silencio bastante largo. Yo
me sentía aturdido por el calor y el asombro. El Presidente tosió un poco, y
con voz muy baja me preguntó si no tenía nada que agregar. Me levanté y como
tenía deseos de hablar, dije, un poco al azar por otra parte, que no había
tenido intención de matar al árabe. El Presidente contestó que era una
afirmación, que hasta aquí no había comprendido bien mi sistema de defensa y
que, antes de oír a mi abogado le complacería que precisara los motivos que
habían inspirado mi acto. Mezclando un poco las palabras y dándome cuenta del
ridículo, dije rápidamente que había sido a causa del sol. En la sala hubo
risas. El abogado se encogió de hombros e inmediatamente después le
concedieron la palabra. Pero declaro que era tarde, que tenía para varias
horas y que pedía la suspensión de la audiencia hasta la tarde. El Tribunal
consintió.
Por la tarde
los grandes ventiladores seguían agitando la espesa atmósfera de la sala y
los pequeños abanicos multicolores de los jurados se movían todos en al mismo
sentido. Me pareció que el alegato del abogado no debía terminar jamás. Sin
embargo en un momento dado, escuché que decía: «es cierto que yo maté.» Luego
continuó en el mismo tono, diciendo «yo» cada vez que hablaba de mí. Yo
estaba muy asombrado. Me incliné hacia un gendarme y le pregunté por qué. Me
dijo que me callara y después de un momento agregó: «Todos los abogados hacen
eso.» Pensé que era apartarme un poco más del asunto, reducirme a cero y, en
cierto sentido, sustituirme. Pero creo que estaba ya muy lejos de la sala de
audiencias. Por otra parte, el abogado me pareció ridículo. Alegó muy
rápidamente la provocación y luego también habló de mi alma. Pero me pareció
que tenía mucho menos talento que el Procurador. «También yo», dijo, «me he
acercado a esta alma, pero, al contrarío del eminente representante del
Ministerio Público, he encontrado algo, y puedo decir que he leído en ella
como en un libro abierto». Había leído que yo era un hombre honrado,
trabajador asiduo, incansable, fiel a la casa que me empleaba, querido por
todos y compasivo con las desgracias ajenas. Para él yo era un hijo modelo
que había sostenido a su madre tanto tiempo como había podido. Finalmente
había esperado que una casa de retiro daría a la anciana las comodidades que
mis medios no me permitían procurarle. «Me asombra, señores», agregó, «que se
haya hecho tanto ruido alrededor del asilo. Pues, en fin, si fuera necesario
dar una prueba de la utilidad y de la grandeza de estas instituciones, habría
que decir que es el Estado mismo quien las subvenciona». Pero no habló del
entierro, y advertí que faltaba en su alegato. Como consecuencia de todas
estas largas frases, de todos estos días y horas interminables durante los
cuales se había hablado de mi alma, tuve la impresión de que todo se volvía
un agua incolora en la que encontraba el vértigo.
Al final, sólo
recuerdo que desde la calle y a través de las salas y de los estrados,
mientras el abogado seguía hablando, oí sonar la corneta de un vendedor de
helados. Fui asaltado por los recuerdos de una vida que ya no me pertenecía
más, pero en la que había encontrado las más pobres y las más firmes de mis
alegrías: los olores de verano, el barrio que amaba, un cierto cielo de la
tarde, la risa y los vestidos de María. Me subió entonces a la garganta toda
la inutilidad de lo que estaba haciendo en ese lugar, y no tuve sino una
urgencia: que terminaran cuanto antes para volver a la celda a dormir. Apenas
oí gritar al abogado, para concluir, que los jurados no querrían enviar a la
muerte a un trabajador honrado, perdido por un minuto de extravío, y aducir
las circunstancias atenuantes de un crimen cuyo castigo más seguro era el
remordimiento eterno que arrastraba ya. El Tribunal suspendió la audiencia y
el abogado volvió a sentarse con aspecto agotado. Pero sus colegas se acercaron
a él para estrecharle la mano. Oí decir: «¡Magnífico, querido amigo!» Uno de
ellos hasta pidió mi aprobación: «¿No es cierto?», me dijo. Asentí, pero el
cumplido no era sincero porque yo estaba demasiado cansado.
Afuera
declinaba el día y el calor era menos intenso. Por ciertos ruidos de la
calle, que oía, adivinaba la suavidad de la tarde. Estábamos todos allí
esperando. Y lo que esperábamos juntos en realidad sólo me concernía a mí.
Volví a mirar a la sala. Todo estaba como en el primer día. Encontré la
mirada del periodista de la chaqueta gris y de la mujer autómata. Lo que me
hizo pensar que durante todo el proceso no había buscado a María con la
mirada. No la había olvidado, pero tenía demasiado que hacer. La vi entre
Celeste y Raimundo. Me hizo un pequeño ademán como si dijera: « ¡Por fin! »,
y vi sonreír su rostro un poco ansioso. Pero sentía cerrado el corazón y ni
siquiera pude responder a su sonrisa.
El Tribunal
volvió. Rápidamente leyeron una serie de preguntas a los jurados. Oí
«culpable de muerte...», «provocación...», «circunstancias atenuantes». Los
jurados salieron y se me llevó a la pequeña habitación en la que ya había
esperado. El abogado vino a reunírseme; estaba muy voluble y me habló con más
confianza y cordialidad; como no lo había hecho nunca. Creía que todo iría
bien y que saldría con algunos años de prisión o de trabajos forzados. Le
pregunté si había perspectivas de casación en caso de fallo desfavorable. Me
dijo que no. Su táctica había sido no proponer conclusiones para no indisponer
al Jurado. Me explicó que no se casaba un fallo como éste por nada. Me
pareció evidente y admití sus razones. Si se consideraba el asunto fríamente
era perfectamente lógico. En caso contrario, habría demasiado papelerío
inútil. «De todos modos», me dijo el abogado, «queda la apelación. Pero estoy
seguro de que el fallo será favorable».
Esperamos mucho
tiempo, creo que cerca de tres cuartos de hora. Al cabo, un campanilleo sonó.
El abogado me dejó, diciendo: «El presidente del Jurado va a leer las respuestas.
Sólo le llamarán cuando se pronuncie el fallo.» Se oyó golpear las puertas.
La gente corría por las escaleras y yo no sabía si estaban próximas o
alejadas. Luego oí una voz sorda que leía algo en la sala. Cuando volvió a
sonar el campanilleo, la puerta del lugar de los acusados se abrió y el
silencio de la sala subió hacía, mí, el silencio y la singular sensación que
sentí al comprobar que el joven periodista había apartado la mirada. No miré
en dirección a María. No tuve tiempo porque el Presidente me dijo en forma
extraña que, en nombre del pueblo francés, se me cortaría la cabeza en una
plaza pública. Me pareció reconocer entonces el sentimiento que leía en todos
los rostros. Creo que era consideración. Los gendarmes se mostraban muy
suaves conmigo. El abogado me tomó la mano. Yo no pensaba más en nada. El
Presidente me preguntó si no tenía nada que agregar. Reflexioné. Dije: «No.»
Entonces me llevaron.
V
Por tercera vez
he rehusado recibir al capellán. No tengo nada que decirle, no tengo ganas de
hablar, demasiado pronto tendré que verle. En este momento me interesa
escapar del engranaje, saber si lo inevitable puede tener salida. Me han
cambiado de celda. Desde ésta, cuando me tiendo, veo el cielo, y no veo más
que el cielo. Todos los días transcurren mirando en su rostro el declinar de
los colores que llevan del día a la noche. Acostado, pongo las manos debajo
de la cabeza y espero. No sé cuántas veces me he preguntado si habrá ejemplos
de condenados a muerte que se hayan librado del engranaje implacable,
desaparecido antes de la ejecución, roto el cordón de los agentes. Me he
reprochado ahora el no haber prestado suficiente atención a los relatos de
ejecuciones. Uno siempre debería de interesarse por estos temas. No se sabe
nunca lo que puede ocurrir. Como todo el mundo, yo había leído informaciones
en los periódicos. Pero existían, sin duda, obras especiales que nunca tuve
curiosidad de consultar. Quizá en ellas habría encontrado relatos de
evasiones. Me hubiera enterado de que, en un caso por lo menos, la rueda se
había detenido; de que en su precipitación irresistible, el azar y la
posibilidad, por una vez, al menos, habían cambiado alguna cosa. ¡Una sola
vez! En cierto sentido, creo que esto me hubiera bastado. Mi corazón habría
hecho el resto. Los periódicos hablaban a menudo de una deuda para con la
sociedad que, según ellos, era necesario pagar. Pero esto no habla a la
imaginación. Lo que interesa es la posibilidad de evasión, un salto fuera del
rito implacable, una loca carrera que ofrece todas las posibilidades de
esperanza. Naturalmente, la esperanza consistía en ser abatido de un balazo
en la esquina de una calle, en plena carrera. Pero, bien considerado todo,
ese lujo no me estaba permitido, todo me lo prohibía, el engranaje me enganchaba
nuevamente.
A pesar de mi
buena voluntad no podía aceptar esta certidumbre insolente. Pues, al fin y al
cabo, existía una desproporción ridícula entre el fallo que la había creado y
su desarrollo imperturbable a partir del momento en que el fallo había sido
pronunciado. El hecho de haber sido leída la sentencia a las veinte en lugar
de a las diecisiete, el hecho de que hubiera podido ser otra de que había
sido dictada por hombres que cambian la ropa interior, de que había sido dada
en nombre de una noción tan imprecisa como la del pueblo francés (o alemán o
chino), me parecía que todo quitaba mucha seriedad a la decisión. Empero, me
veía obligado a reconocer que, a partir del momento en que había sido
dictada, sus efectos se volvían tan reales y tan serios como la presencia del
muro contra el que aplastaba mi cuerpo en toda su extensión.
Recordé en esos
momentos una historia que mamá me contaba a propósito de mi padre. Yo no le
había conocido. Todo lo que había de concreto sobre este hombre era quizá lo
que me decía mamá. Había ido a ver ejecutar a un asesino. Se sentía enfermo
con la simple perspectiva de ir. Fue, sin embargo, y al regreso había estado
vomitando parte de la mañana. Mi padre me producía un poco de repugnancia
entonces Ahora comprendo que era tan natural.
¡Como no
advertí que no había nada más importante que una ejecución capital y que en
cierto sentido, era aún la única cosa realmente interesante para un hombre!
Si alguna vez saliera de esta cárcel, iría a ver todas las ejecuciones
capitales. Creo que me hacía mal pensar en tal posibilidad. Pues ante la idea
de verme libre una mañana temprano, detrás de un cordón de agentes, de alguna
manera del otro lado, ante la idea de ser el espectador que viene a ver y que
podrá vomitar después, una ola de alegría envenenada me subía al corazón.
Pero no era razonable. Hacía mal en abandonarme a estas suposiciones, porque
un instante después sentía un frío tan atroz que me encogía bajo la manta.
Los dientes me castañeteaban sin que pudiera evitarlo.
Pero, naturalmente,
no siempre se puede ser razonable. Otras veces, por ejemplo, hacía proyectos
de ley. Reformaba las penas. Me había dado cuenta de que lo esencial era dar
una posibilidad al condenado. Una sola entre mil bastaba para arreglar muchas
cosas. Y me parecía que podía encontrarse alguna combinación química cuya
absorción mataría al paciente (el paciente, pensaba yo) nueve veces sobre
diez. La condición sería que él lo sabría. Pues, pensándolo bien,
considerando las cosas con calma, comprobaba que lo defectuoso de la cuchilla
era que no dejaba ninguna posibilidad, absolutamente ninguna. En suma, la
muerte del paciente había sido resuelta de una vez por todas. Era un asunto
archivado, una combinación definitiva, un acuerdo decidido sobre el cual no
se podía volver a discutir. Si por alguna eventualidad inesperada, el golpe
fallaba, se volvía a empezar. En consecuencia, lo fastidioso era que el
condenado tenía que desear el buen funcionamiento de la máquina. He dicho que
es el lado defectuoso. Es verdad, en un sentido. Pero en otro sentido me veía
obligado a reconocer que ahí estaba todo el secreto de una buena
organización. En suma: el condenado estaba obligado a colaborar moralmente.
Por su propio interés todo debía marchar sin tropiezos.
Me veía
obligado a comprobar también que hasta aquí había tenido sobre estos temas
ideas que no eran acertadas. Durante mucho tiempo (no sé por qué) creí que
para ir a la guillotina era necesario subir a un cadalso, trepar por
escalones. Creo que fue por la Revolución de 1789, quiero decir, por todo lo
que me habían enseñado o hecho ver sobre estos temas. Pero una mañana recordé
que había visto una fotografía publicada por los periódicos con motivo de una
ejecución de resonancia. En realidad, la máquina estaba colocada en el suelo
mismo, en la forma más simple del mundo. Era mucho más angosta de lo que yo
creía. Era bastante curioso que no lo hubiese advertido antes. La máquina me
había llamado la atención en el clisé por su aspecto de obra de precisión,
concluida y reluciente. Uno se forma siempre ideas exageradas de lo que no
conoce. Ahora debía comprobar, por el contrario, que todo era muy sencillo;
la máquina está al mismo nivel del hombre que camina hacia ella. El hombre se
reúne con ella tal como camina al encuentro de una persona. En cierto
sentido, también esto era fastidioso. La subida al cadalso, con el ascenso en
pleno cielo, permitía a la imaginación aferrarse. Mientras que aquí la
mecánica aplastaba todo: mataban a uno discretamente, con un poco de
vergüenza y mucho de precisión.
Había también
dos cosas sobre las que reflexionaba todo el tiempo: el alba y la apelación.
Sin embargo, razonaba y trataba de no pensar más en ellas. Me tendía, miraba
al cielo y me esforzaba por interesarme. Se volvía verde: era la noche. Hacía
aún un esfuerzo para desviar el curso de mis pensamientos. Oía el corazón. No
podía imaginar que aquel leve ruido que me acompañaba desde hacía tanto
tiempo .pudiese cesar nunca. Nunca he tenido verdadera imaginación. Sin
embargo, trataba de construir el segundo determinado en que el latir del
corazón no se prolongaría más en mi cabeza. Pero en vano. El alba o la
apelación estaban allí. Concluía por decirme que era más razonable no
contenerme.
Sabía que
vendrían al alba. En suma, pasé las noches esperando el alba. Nunca me ha
gustado ser sorprendido. Cuando me sucede algo, prefiero estar prevenido.
Concluí, pues, por no dormir sino un poco de día y durante todo el transcurso
de las noches esperé pacientemente que la luz naciera sobre el vidrio del cielo.
Lo más difícil era la hora incierta en la que, como yo sabía, acostumbraban
operar. Después de medianoche, esperaba y acechaba. Mis oídos nunca habían
percibido tantos ruidos, ni distinguido sonidos tan tenues. Puedo decir, por
otra parte, que en cierto modo tuve suerte durante este período pues jamás oí
paso alguno. Mamá decía a menudo que nunca se es completamente desgraciado.
Yo le daba razón en la cárcel, cuando el cielo se coloreaba y un nuevo día
deslizábase en la celda. Porque también hubiera podido oír pasos y mi corazón
habría podido estallar. Aun si el menor roce me arrojaba contra la puerta;
aun así, con el oído pegado a la madera, esperaba desesperadamente hasta oír
mi propia respiración, espantado de encontrarla ronca y tan parecida al estertor
de un perro, al fin de cuentas el corazón no estallaba y había ganado otra
vez veinticuatro horas.
Durante el día
tenía la apelación. Creo que saqué el mejor partido de esta idea. Calculaba
los resultados y obtenía el mayor rendimiento de mis reflexiones. Tomaba
siempre la peor posibilidad: la apelación era rechazada. «Y bien, tendré que
morir.» Antes que otros, es evidente. Pero todo el mundo sabe que la vida no
vale la pena de ser vivida. En el fondo, no ignoraba que morir a los treinta
años o a los setenta importa poco, pues, naturalmente, en ambos casos, otros
hombres y otras mujeres vivían y así durante miles de años. En suma, nada
podía ser más claro. Era siempre yo quien moriría, ahora o dentro de veinte
años. En este punto, me molestaba un poco en el razonamiento el salto
terrible que sentía dentro de mí pensando en veinte años de vida por venir.
Pero lo reprimía imaginando cómo serían mis pensamientos dentro de veinte
años, cuando a pesar de todo llegase el momento. Desde que uno debe morir, es
evidente que no importa cómo ni cuándo. Por consiguiente (y lo difícil era no
perder de vista todo lo que éste «por consiguiente» representaba en el
razonar), por consiguiente, debía aceptar el rechazo de la apelación.
En ese momento,
únicamente en ese momento, tenía por así decir el derecho, me concedía en
cierto modo el permiso de considerar la segunda hipótesis: me indultaban. Era
fastidioso tener que dominar la fogosidad del impulso de la sangre y del
cuerpo que me hacía arder los ojos con una alegría insensata. Era necesario
dedicarme a ahogar el grito, a analizarlo. Era necesario mantenerme natural
aun en esta hipótesis, para hacer más plausible la resignación frente a la
primera. Cuando lo conseguía había ganado una hora de calma. En cualquier
caso valía la pena considerarlo.
En un momento
así me negué una vez más a recibir al capellán. Estaba acostado y por cierta
rubia claridad del cielo adivinaba la proximidad de la tarde de verano.
Acababa de rechazar la apelación y podía sentir las olas de sangre circular
regularmente dentro de mí. No tenía necesidad de ver al capellán. Por primera
vez después de mucho tiempo pensé en María. Hacía muchos días que no me
escribía. Esa tarde reflexioné y me dije que quizá se habría cansado de ser
la amante de un condenado a muerte. También se me ocurrió la idea de que
quizá estuviese enferma o muerta. Estaba dentro del orden de las cosas. ¿Cómo
habría podido saberlo yo puesto que fuera de nuestros cuerpos, ahora
separados, nada nos ligaba ni nos recordaba el uno al otro? Por otra parte, a
partir de ese momento, el recuerdo de María me hubiera sido indiferente.
Muerta, no me interesaba más. Me parecía cosa normal, tal como comprendía que
la gente me olvidara después de mi muerte. No tenía nada más que hacer
conmigo. Ni siquiera podía decir que fuera duro pensar así. En el fondo no
existe idea a la que uno no concluya por acostumbrarse.
En ese preciso
momento entró el capellán. Cuando lo vi, sentí un ligero estremecimiento. El
lo notó y me dijo que no tuviera miedo. Le dije que su costumbre era venir a
otra hora. Me respondió que era una visita amistosa que no tenía nada que ver
con la apelación, de la que no sabía nada. Se sentó en el camastro y me
invitó a acercarme más a él. Me negué. A pesar de todo, me parecía muy amable.
Quedó un
momento sentado, con los antebrazos en las rodillas, la cabeza baja,
mirándose las manos. Eran finas y musculosas; me hacían pensar en dos ágiles
animalitos. Las frotó lentamente, una contra la otra. Luego quedó así, con la
cabeza siempre baja, durante tanto tiempo que en cierto momento tuve la
impresión de que lo había olvidado.
Pero levantó la
cabeza bruscamente y me miró de frente: «¿Por qué», me dijo, «rehúsa usted
mis visitas?» Contesté que no creía en Dios. Quiso saber si estaba bien seguro
y le dije que yo mismo no tenía para qué preguntármelo; me parecía una
cuestión sin importancia. Se echó entonces hacia atrás y se recostó contra el
muro, con las manos en los muslos. Casi sin que pareciera hablarme, observó
que a veces uno creía estar seguro cuando, en realidad, no lo estaba. Yo no
decía nada. Me miró y me preguntó: «¿Qué piensa usted?» Contesté que quizá
fuera así. Quizá no estaba seguro de lo que me interesaba realmente, pero en
todo caso, estaba completamente seguro de lo que no me interesaba. Y,
justamente, lo que el me decía no me interesaba.
Volvió la
mirada y, siempre sin cambiar de posición, me preguntó si no hablaba así por
exceso de desesperación. Le expliqué que no estaba desesperado. Simplemente
tema miedo, era bien natural. «Entonces Dios le ayudará.» Hizo notar. «Todos
cuantos he conocido en su caso han vuelto a El.» Reconocí que estaban en su
derecho. Probaba también que tenían tiempo para hacerlo. En cuanto a mí no
quería que me ayudaran y precisamente no tenía tiempo para interesarme en lo
que no me interesaba.
En ese instante
sus manos hicieron un ademán de impaciencia, pero se enderezó y arregló los
pliegues de la sotana. Cuando hubo terminado, se dirigió a mí llamándome
«amigo mío»; si me hablaba así no era porque estuviese condenado a muerte;
según su opinión estábamos todos condenados a muerte. Pero le interrumpí
diciéndole que no era la misma cosa y que, por otra parte, en ningún caso
podía ser consuelo. «Es cierto», asintió, «pero usted morirá más tarde si no
muere pronto. El mismo problema se le planteará entonces. ¿Cómo afrontará
usted la terrible prueba?» Repuse que la afrontaría exactamente como la
afrontaba en este momento.
Ante estas
palabras se levantó y me miró directamente a los ojos. Es un juego que
conozco bien. Me divertía a menudo haciéndolo con Manuel o Celeste y,
generalmente, eran ellos quienes apartaban la mirada. También el capellán
conocía bien el juego; lo comprendí en seguida. Su mirada no vaciló. Y su voz
tampoco vaciló cuando me dijo: «¿No tiene usted, pues, esperanza alguna y
vive pensando que va a morir por entero?» «Sí», le respondí.
Bajó entonces
la cabeza y volvió a sentarse. Me dijo que me compadecía. Juzgaba imposible
que un hombre pudiese soportar esto. Yo sentí solamente que él comenzaba a
aburrirme. Me aparté a mi vez y fui hacia la claraboya. Me apoyé con el
hombro contra la pared. Sin seguirlo bien, oí que comenzaba a interrogarme
otra vez. Hablaba con voz inquieta y apremiante. Comprendí que estaba
emocionado y le escuché con más atención.
Me decía que
tenía la certeza de que la apelación sería resuelta favorablemente, pero que
yo cargaba con el peso de un pecado del que debía librárseme. Según él, la
justicia de los hombres no significaba nada y la justicia de Dios, todo. Hice
notar que era la primera la que me había condenado. Me contestó que, mientras
tanto, esa justicia no había lavado mi pecado. Le dije que no sabía qué era
un pecado. Se me había hecho saber, solamente, qué era culpable. Era
culpable, pagaba, no se me podía pedir más. En ese momento se levantó de
nuevo y pensé que en una celda tan estrecha no podía moverse aunque quisiera.
Sólo podía sentarse o levantarse.
Yo tenía los
ojos clavados en el suelo. Dio un paso hacia mí y se detuvo, como si no osara
avanzar. Miraba al cielo a través de los barrotes. «Se engaña usted, hijo
mío»,me dijo, «podrían pedirle más. Se lo pedirían quizá». —«¿Y qué, pues?»—
«Podrían pedirle que viera.» —«¿Que viera qué?»
El sacerdote
miró alrededor y respondió con voz que me pareció súbitamente muy vencida:
«Sé que todas estas piedras sudan dolor. Nunca las he mirado sin angustia.
Pero, desde lo hondo del corazón, sé que los más desdichados de ustedes han
visto surgir de su oscuridad un rostro divino. Se le pide a usted que vea ese
rostro.»
Me animé un
poco. Dije que hacía meses que miraba estas murallas. No existía en el mundo
nada ni nadie que conociera mejor. Quizá, hace mucho tiempo, había buscado
allí un rostro. Pero ese rostro tenía el color del sol y la llama del deseo:
era el de María. Lo había buscado en vano. Ahora, se acabó. Y, en todo caso,
no había visto surgir nada de este sudor de piedra.
El capellán me
miró con cierta tristeza. Yo estaba ahora completamente pegado a la muralla y
el día me corría sobre la frente. Dijo algunas palabras que no oí y me
preguntó rápidamente si le permitía besarme. «No», contesté. Se volvió,
caminó hacia la pared y la palpó lentamente con la mano. «¿Ama usted esta
tierra hasta ese punto?», murmuró. No respondí nada.
Quedó vuelto
bastante tiempo. Su presencia me pesaba y me molestaba. Iba a decirle que se
marchara, que me dejara, cuando gritó de golpe en una especie de estallido,
volviéndose hacia mí: «¡No, no puedo creerle! ¡Estoy seguro de que ha llegado
usted a desear otra vida!» Le contesté que naturalmente era así, pero no
tenía más importancia que desear ser rico, nadar muy rápido, o tener una boca
mejor hecha. Era del mismo orden. Me interrumpió y quiso saber cómo veía yo
esa otra vida. Entonces, le grité: «¡Una vida en la que pudiera recordar
ésta!», e inmediatamente le dije que era suficiente. Quería aún hablarme de
Dios, pero me adelanté hacia él y traté de explicarle por última vez que me
quedaba poco tiempo. No quería perderlo con Dios. Ensayó cambiar de tema
preguntándome por qué le llamaba «señor» y no «padre». Esto me irritó y le
contesté que no era mi padre: que él estaba con los otros.
«No, hijo mío»,
dijo poniéndome la mano sobre el hombro. «Estoy con usted. Pero no puede
darse cuenta porque tiene el corazón ciego. Rogaré por usted.»
Entonces, no sé
por qué, algo se rompió dentro de mí. Me puse a gritar a voz en cuello y le
insulté y le dije que no rogara y que más le valía arder que desaparecer. Le
había tomado por el cuello de la sotana. Vaciaba sobre él todo el fondo de mi
corazón con impulsos en que se mezclaban el gozo y la cólera. Parecía estar
tan seguro, ¿no es cierto? Sin embargo, ninguna de sus certezas valía lo que
un cabello de mujer. Ni siquiera estaba seguro de estar vivo, puesto que
vivía como un muerto. Me parecía tener las manos vacías. Pero estaba seguro
de mí, seguro de todo, más seguro que él, seguro de mi vida y de esta muerte
que iba a llegar. Sí, no tenía más que esto. Pero, por lo menos, poseía esta
verdad, tanto como ella me poseía a mí. Yo había tenido razón, tenía todavía
razón, tenía siempre razón. Había vivido de tal manera y hubiera podido vivir
de tal otra. Había hecho esto y no había hecho aquello. No había hecho tal
cosa en tanto que había hecho esta otra. ¿Y después? Era como si durante toda
la vida hubiese esperado este minuto... y esta brevísima alba en la que
quedaría justificado. Nada, nada tenía importancia, y yo sabía bien por qué.
También él sabía por qué. Desde lo hondo de mi porvenir, durante toda esta
vida absurda que había llevado, subía hacia mí un soplo oscuro a través de
los años que aún no habían llegado, y este soplo igualaba a su paso todo lo
que me proponían entonces, en los años no más reales que los que estaba
viviendo. ¡Qué me importaban la muerte de los otros, el amor de una madre!
¡Qué me importaban su Dios, las vidas que uno elige, los destinos que uno
escoge, desde que un único destino debía de escogerme a mí y conmigo a
millares de privilegiados que, como él, se decían hermanos míos! ¿Comprendía,
comprendía pues? Todo el mundo era privilegiado. No había más que
privilegiados. También a los otros los condenarían un día. También a él lo
condenarían. ¿Qué importaba si acusado de una muerte lo ejecutaban por no
haber llorado en el entierro de su madre? El perro de Salamano valía tanto
como su mujer. La mujercita autómata era tan culpable como la parisiense que
se había casado con Masson, o como María, que había deseado casarse conmigo.
¿Qué importaba que Raimundo fuese compañero mío tanto como Celeste, que valía
más que él? ¿Qué importaba que María diese hoy su boca a un nuevo Meursault?
Comprendía, pues, este Condenado, que desde lo hondo de mi porvenir... Me
ahogaba gritando todo esto. Pero ya me quitaban al capellán de entre las
manos y los guardianes me amenazaban. Sin embargo, él los calmó y me miró en
silencio. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Se volvió y desapareció.
En cuanto
salió, recuperé la calma. Me sentía agotado y me arrojé sobre el camastro.
Creo que dormí porque me desperté con las estrellas sobre el rostro. Los
ruidos del campo subían hasta mí. Olores a noche, a tierra y a sal me
refrescaban las sienes. La maravillosa paz de este verano adormecido
penetraba en mí como una marea. En ese momento y en el límite de la noche,
aullaron las sirenas. Anunciaban partidas hacia un mundo que ahora me era
para siempre indiferente. Por primera vez desde hacía mucho tiempo pensé en
mamá. Me pareció que comprendía por qué, al final de su vida, había tenido un
«novio», por qué había jugado a comenzar otra vez. Allá, allá también, en
torno de ese asilo en el que las vidas se extinguían, la noche era como una
tregua melancólica. Tan cerca de la muerte, mamá debía de sentirse allí
liberada y pronta para revivir todo. Nadie, nadie tenía derecho de llorar por
ella. Y yo también me sentía pronto a revivir todo. Como si esta tremenda
cólera me hubiese purgado del mal, vaciado de esperanza, delante de esta
noche cargada de presagios y de estrellas, me abría por primera vez a la
tierna indiferencia del mundo. Al encontrarlo tan semejante a mí, tan
fraternal, en fin, comprendía que había sido feliz y que lo era todavía. Para
que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me quedaba esperar que
el día de mi ejecución haya muchos espectadores y que me reciban con gritos
de odio.
FIN
|
El extranjero.
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