La peste.

Los curiosos acontecimientos que constituyen el tema de esta crónica se
produjeron en el año 194... en Oran. Para la generalidad resultaron
enteramente fuera de lugar y un poco aparte de lo cotidiano. A primera
vista Oran es, en efecto, una ciudad como cualquier otra, una prefectura
francesa en la costa argelina y nada más.
La ciudad, en sí misma, hay que confesarlo, es fea. Su aspecto es
tranquilo y se necesita cierto tiempo para percibir lo que la hace
diferente de las otras ciudades comerciales de cualquier latitud. ¿Cómo
sugerir, por ejemplo, una ciudad sin palomas, sin árboles y sin jardines,
donde no puede haber aleteos ni susurros de hojas, un lugar neutro, en
una palabra? El cambio de las estaciones sólo se puede notar en el
cielo. La primavera se anuncia únicamente por la calidad del aire o por
los cestos de flores que traen a vender los muchachos de los
alrededores; una primavera que venden en los mercados. Durante el
verano el sol abrasa las casas resecas y cubre los muros con una
ceniza gris; se llega a no poder vivir más que a la sombra de las
persianas cerradas. En otoño, en cambio, un diluvio de barro. Los días
buenos sólo llegan en el invierno.
El modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se
trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere. En nuestra ciudad, por
efecto del clima, todo ello se hace igual, con el mismo aire frenético y
ausente. Es decir, que se aburre uno y se dedica a adquirir hábitos.
Nuestros conciudadanos trabajan mucho, pero siempre para
enriquecerse. Se interesan sobre todo por el comercio, y se ocupan
principalmente, según propia expresión, de hacer negocios.
Naturalmente, también les gustan las expansiones simples: las mujeres,
el cine y los baños de mar. Pero, muy sensatamente, reservan los
placeres para el sábado después de mediodía y el domingo, procurando
los otros días de la semana hacer mucho dinero. Por las tardes, cuando
dejan sus despachos, se reúnen a una hora fija en los cafés, se pasean
por un determinado bulevar o se asoman al balcón. Los deseos de la
gente joven son violentos y breves, mientras que los vicios de los
mayores no exceden de las francachelas, los banquetes de camaradería
y los círculos donde se juega fuerte al azar de las cartas.
Se dirá, sin duda, que nada de esto es particular de nuestra ciudad y
que, en suma, todos nuestros contemporáneos son así. Sin duda, nada
es más natural hoy día que ver a las gentes trabajar de la mañana a la
noche y en seguida elegir, entre el café, el juego y la charla, el modo de
perder el tiempo que les queda por vivir. Pero hay ciudades y países
donde las gentes tienen, de cuando en cuando, la sospecha de que
existe otra cosa. En general, esto no hace cambiar sus vidas, pero al
menos han tenido la sospecha y eso es su ganancia. Oran, por el
contrario, es en apariencia una ciudad sin ninguna sospecha, es decir,
una ciudad enteramente moderna. Por lo tanto, no es necesario
especificar la manera de amar que se estila. Los hombres y mujeres o
bien se devoran rápidamente en eso que se llama el acto del amor, o
bien se crean el compromiso de una larga costumbre a dúo. Entre estos
dos extremos no hay término medio. Eso tampoco es original. En Oran,
como en otras partes, por falta de tiempo y de reflexión, se ve uno
obligado a amar sin darse cuenta.
Lo más original en nuestra ciudad es la dificultad que puede uno
encontrar para morir. Dificultad, por otra parte, no es la palabra justa,
sería mejor decir, incomodidad. Nunca es agradable estar enfermo, pero
hay ciudades y países que nos sostienen en la enfermedad, países en
los que, en cierto modo, puede uno confiarse. Un enfermo necesita
alrededor blandura, necesita apoyarse en algo; eso es natural. Pero en
Oran los extremos del clima, la importancia de los negocios, la
insignificancia de lo circundante, la brevedad del crepúsculo y la calidad
de los placeres, todo exige buena salud. Un enfermo necesita soledad.
Imagínese entonces al que está en trance de morir como cogido en una
trampa, rodeado por cientos de paredes crepitantes de calor, en el
mismo momento en que toda una población, al teléfono o en los cafés,
habla de letras de cambio, de conocimientos, de descuentos. Se
comprenderá fácilmente lo que puede haber de incómodo en la muerte,
hasta en la muerte moderna, cuando sobreviene así en un lugar seco.
Estas pocas indicaciones dan probablemente una idea suficiente de
nuestra ciudad. Por lo demás, no hay por qué exagerar. Lo que es
preciso subrayar es el aspecto frívolo de la población y de la vida. Pero
se pasan los días fácilmente en cuanto se adquieren hábitos, y puesto
que nuestra ciudad favorece justamente los hábitos, puede decirse que
todo va bien. Desde este punto de vista, la vida, en verdad, no es muy
apasionante. Pero, al menos aquí no se conoce el desorden. Y nuestra
población, franca, simpática y activa, ha provocado siempre en el viajero
una razonable estimación. Esta ciudad, sin nada pintoresco, sin
vegetación y sin alma acaba por servir de reposo y al fin se adormece
uno en ella. Pero es justo añadir que ha sido injertada en un paisaje sin
igual, en medio de una meseta desnuda, rodeada de colinas luminosas,

ante una bahía de trazo perfecto. Se puede lamentar únicamente que
haya sido construida de espaldas a esta bahía y que al salir sea
imposible divisar el mar sin ir expresamente a buscarlo.
Siendo así las cosas, se admitirá fácilmente que no hubiese nada que
hiciera esperar a nuestros conciudadanos los acontecimientos que se
produjeron a principios de aquel año, y que fueron, después lo
comprendimos, como los primeros síntomas de la serie de
acontecimientos graves que nos hemos propuesto señalar en esta
crónica. Estos hechos parecerán a muchos naturales y a otros, por el
contrario, inverosímiles. Pero, después de todo, un cronista no puede
tener en cuenta esas contradicciones. Su misión es únicamente decir:
"Esto pasó", cuando sabe que pasó en efecto, que interesó la vida de
todo un pueblo y que por lo tanto hay miles de testigos que en el fondo
de su corazón sabrán estimar la verdad de lo que dice.
Por lo demás, el narrador, que será conocido a su tiempo, no tendría
ningún título que arrogarse en semejante empresa si la muerte no le
hubiera llevado a ser depositario de numerosas confidencias y si la
fuerza de las cosas no le hubiera mezclado con todo lo que intenta
relatar. Esto es lo que le autoriza a hacer trabajo de historiador. Por
supuesto, un historiador, aunque sea un mero aficionado, siempre tiene
documentos. El narrador de esta historia tiene los suyos: ante todo, su
testimonio, después el de los otros puesto que por el papel que
desempeñó tuvo que recoger las confidencias de todos los personajes
de esta crónica, e incluso los textos que le cayeron en las manos. El
narrador se propone usar de todo ello cuando le parezca bien y cuando
le plazca. Además, se propone... Pero ya es tiempo, quizás, de dejar los
comentarios y las precauciones de lenguaje para llegar a la narración
misma. El relato de los primeros días exige cierta minuciosidad
La mañana del 16 de abril, el doctor Bernard Rieux, al salir de su
habitación, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la
escalera. En el primer momento no hizo más que apartar hacia un lado
el animal y bajar sin preocuparse. Pero cuando llegó a la calle, se le
ocurrió la idea de que aquella rata no debía quedar allí y volvió sobre
sus pasos para advertir al portero. Ante la reacción del viejo Michel, vio
más claro lo que su hallazgo tenía de insólito. La presencia de aquella
rata muerta le había parecido únicamente extraña, mientras que para el
portero constituía un verdadero escándalo. La posición del portero era
categórica: en la casa no había ratas. El doctor tuvo que afirmarle que
había una en el descansillo del primer piso, aparentemente muerta: la
convicción de Michel quedó intacta. En la casa no había ratas; por lo
tanto, alguien tenía que haberla traído de afuera. Así, pues, se trataba
de una broma.
Aquella misma tarde Bernard Rieux estaba en el pasillo del inmueble,
buscando sus llaves antes de subir a su piso, cuando vio surgir del
fondo oscuro del corredor una rata de gran tamaño con el pelaje mojado,
que andaba torpemente. El animal se detuvo, pareció buscar el
equilibrio, echó a correr hacia el doctor, se detuvo otra vez, dio una
vuelta sobre sí mismo lanzando un pequeño grito y cayó al fin, echando
sangre por el hocico entreabierto. El doctor lo contempló un momento y
subió a su casa.
No era en la rata en lo que pensaba. Aquella sangre arrojada le llevaba
de nuevo a su preocupación. Su mujer, enferma desde hacía un año, iba
a partir al día siguiente para un lugar de montaña. La encontró acostada
en su cuarto, como le tenía mandado. Así se preparaba para el esfuerzo
del viaje. Le sonrió.
- Me siento muy bien -le dijo.
El doctor miró aquel rostro vuelto hacia él a la luz de la lámpara de
cabecera. Para Rieux, esa cara, a pesar de sus treinta años y del sello
de la enfermedad, era siempre la de la juventud; a causa, posiblemente,
de la sonrisa que disipaba todo el resto.
- Duerme, si puedes -le dijo-. La enfermera vendrá a las once y os
llevaré al tren a las doce.
La besó en la frente ligeramente húmeda. La sonrisa le acompañó hasta
la puerta.
Al día siguiente, 17 de abril, a las ocho, el portero detuvo al doctor
cuando salía, para decirle que algún bromista de mal género había
puesto tres ratas muertas en medio del corredor. Debían haberlas
cogido con trampas muy fuertes, porque estaban llenas de sangre. El
portero había permanecido largo rato a la puerta, con las ratas colgando
por las patas, a la espera de que los culpables se delatasen con alguna
burla. Pero no pasó nada.
Rieux, intrigado, se decidió a comenzar sus visitas por los barrios
extremos, donde habitaban sus clientes más pobres. Las basuras se
recogían por allí tarde y el auto, a lo largo de las calles rectas y
polvorientas de aquel barrio, rozaba las latas de detritos dejadas al
borde de las aceras. En una calle llegó a contar una docena de ratas
tiradas sobre los restos de las legumbres y trapos sucios.

Encontró a su primer enfermo en la cama, en una habitación que daba a
la calle y que le servía al mismo tiempo de alcoba y de comedor. Era un
viejo español de rostro duro y estragado. Tenía junto a él, sobre la
colcha, dos cazuelas llenas de garbanzos. En el momento en que
llegaba el doctor, el enfermo, medio incorporado en su lecho, se echaba
hacia atrás esforzándose en su respiración pedregosa de viejo asmático.
Su mujer trajo una palangana.
- Doctor -dijo, mientras le ponían la inyección-, ¿ha visto usted cómo
salen?
- Sí -dijo la mujer-, el vecino ha recogido tres.
- Salen muchas, se las ve en todos los basureros, ¡es el hambre!
Rieux comprobó en seguida que todo el barrio hablaba de las ratas.
Cuando terminó sus visitas se volvió a casa.
- Arriba hay un telegrama para usted -le dijo el viejo Michel.
El doctor le preguntó si había visto más ratas.
- ¡Ah!, no -dijo el portero-, estoy al acecho y esos cochinos no se
atreven.
El telegrama anunciaba a Rieux la llegada de su madre al día siguiente.
Venía a ocuparse del hogar mientras durase la ausencia de la enferma.
Cuando el doctor entró en su casa, la enfermera había llegado ya. Rieux
vio a su mujer levantada, en traje de viaje, con colorete en las mejillas.
Le sonrió.
- Está bien -le dijo-, muy bien.
Poco después, en la estación, la instaló en el wagon-lit. Ella se quedó
mirando el compartimiento.
- Todo esto es muy caro para nosotros, ¿no?
- Es necesario -dijo Rieux.
- ¿Qué historia es esa de las ratas?
- No sé, es cosa muy curiosa. Ya pasará.
Después le dijo muy apresuradamente que tenía que perdonarle por no
haberla cuidado más; la había tenid
muy abandonada. Ella movía la
cabeza como pidiéndole que se callase, pero él añadió
- Cuando vuelvas todo saldrá mejor. Tenemos que recomenzar.
- Sí -dijo ella, con los ojos brillantes-, recomenzaremos.
Después se volvió para el otro lado y se puso a mirar por el cristal. En el
andén las gentes se apresuraban y se atropellaban. El silbido de la
locomotora llegó hasta ellos. La llamó por su nombre y, cuando se
volvió, vio que tenía la cara cubierta de lágrimas.
- No -le dijo dulcemente.
Bajo las lágrimas, la sonrisa volvió, un poco crispada. Respiró
profundamente.
- Vete, todo saldrá bien.
La apretó contra su pecho y, ya en el andén, del otro lado del cristal, no
vio más que su sonrisa.
- Por favor -le dijo-, cuídate mucho.
Pero ella ya no podía oírle.
A la salida, en el mismo andén, Rieux chocó con el señor Othon, el juez
de instrucción, que llevaba a su niño de la mano. El doctor le preguntó si
se iba de viaje. El señor Othon, largo y negro, semejando en parte a lo
que antes se llamaba un hombre de mundo, y en parte a un sepulturero,
respondió con voz amable pero breve:
- Espero a la señora Othon que ha ido a saludar a mi familia.
La locomotora silbó.
- Las ratas... -dijo el juez.
Rieux hizo un movimiento en la dirección del tren, pero al fin se volvió
hacia la salida.
- Sí -respondió-, no es nada.
Todo lo que recordaba de ese instante era un empleado de la estación
que pasó llevando un cajón lleno de ratas muertas.
Por la tarde de ese mismo día, al comienzo de la consulta, Rieux recibió
a un joven que le había dicho que había venido ya por la mañana y que
era periodista. Se llamaba Raymond Rambert. Pequeño, de hombros
macizos, de expresión decidida y ojos claros e inteligentes, Rambert
llevaba un traje tipo sport y parecía encontrarse a gusto en la vida. Fue
derecho a su objeto. Estaba haciendo una información para un gran
periódico de París sobre las condiciones de vida de los árabes y quería
datos sobre su estado sanitario. Rieux le dijo que el estado no era
bueno, Pero quiso saber, antes de ir más lejos, si el periodista podía
decir la verdad.
- Evidentemente -dijo el otro.
- Quiero decir que si puede usted manifestar una total reprobación.
-Total, no es preciso decirlo. Pero yo creo que para una reprobación
total no habría fundamento.
Con suavidad Rieux le dijo que, en efecto, no habría fundamento para
una reprobación semejante, pero que al hacerle esa pregunta sólo había
querido saber si el testimonio de Rambert podía o no ser sin reservas.
- Yo no admito más que testimonios sin reservas, así que no sustentaré
el suyo con mis informaciones.
- Ese es el lenguaje de Saint-Just -dijo el periodista, sonriendo.
Rieux, sin cambiar de tono, dijo que él no sabía nada de eso, pero que
su lenguaje era el de un hombre cansado del mundo en que vivía, y sin
embargo inclinado hacia sus semejantes y decidido, por su parte, a
rechazar la injusticia y las concesiones. Rambert, hundiendo el cuello
entre los hombros, miraba al doctor.
- Creo que lo comprendo -dijo al fin, levantándose.
El doctor lo acompañó hasta la puerta:
- Le agradezco a usted que tome así las cosas.
Rambert pareció impacientarse:
- Sí -dijo-, yo le comprendo, perdone usted esta molestia.
El doctor le estrechó la mano y le dijo que se podría hacer un curioso
reportaje sobre la cantidad de ratas muertas que se encontraban en la
ciudad en aquel momento.
- ¡Ah! -exclamó Rambert-, eso me interesa.
A las cinco, al salir a hacer nuevas visitas, el doctor se cruzó en la
escalera con un hombre más bien joven de silueta pesada, de rostro 11
recio y demacrado, atravesado por espesas cejas. Ya lo había
encontrado otras veces en casa de los bailarines españoles que vivían
en el último piso. Jean Tarrou estaba fumando con aplicación un
cigarrillo mientras contemplaba las últimas convulsiones de una rata que
expiraba a sus pies en un escalón. Levantó sobre el doctor la mirada
tranquila y un poco insistente de sus ojos grises, le dijo buenos días y
añadió que esta aparición de las ratas era cosa curiosa.
- Sí -dijo Rieux-, pero ya va terminando por ser irritante.
- En cierto sentido, doctor, sólo en cierto sentido.
No habíamos visto nunca nada semejante, esto es todo. Pero yo lo
encuentro interesante, sí, positivamente interesante.
Tarrou se pasó la mano por el pelo, echándoselo hacia atrás, miró otra
vez la rata, ya inmóvil, después sonrió a Rieux.
-Y sobre todo, doctor, esto es asunto del portero.
Justamente el doctor encontró al portero delante de la casa, adosado al
muro junto a la entrada, con una expresión de cansancio en su rostro,
de ordinario congestionado.
- Sí, ya lo sé -dijo el viejo Michel a Rieux, que le señalaba el nuevo
hallazgo-. Se las encuentra ahora de dos en dos o de tres en tres. Pero
lo mismo pasa en las otras casas.
Parecía abatido y preocupado. Se frotaba el cuello con un gesto
maquinal. Rieux le preguntó cómo se sentía. El portero no podía decir
realmente que no se sintiese bien. Lo único era que no estaba en caja.
En su opinión era cosa moral. Las ratas le habían sacudido y todo
mejoraría cuando desaparecieran.
Pero al día siguiente, 18 de abril, el doctor, que traía a su madre de la
estación, encontró a Michel con un aspecto todavía más desencajado:
del sótano al tejado, una docena de ratas sembraban la escalera. Los
basureros de las casas vecinas estaban llenos. La madre del doctor
recibió la noticia sin asombrarse.
-Son cosas que pasan.
Era una mujercita de pelo plateado y ojos negros

-Me siento feliz de volver a verte, Bernard -le dijo-; eso las ratas no
pueden impedirlo. 12
Él asintió: verdad es que con ella todo parecía siempre fácil.
Rieux telefoneó al servicio municipal de desratización, a cuyo director
conocía. ¿Había oído hablar de aquellas ratas que salían a morir en
gran número al aire libre? Mercier, el director, había oído hablar de ellas
y en sus mismas oficinas habían encontrado una cincuentena. Se
preguntaba, en fin, si la cosa era seria. Rieux no podía juzgar, pero creía
que el servicio de desratización debía intervenir.
-Sí -dijo Mercier-, con una orden. Si crees que merece la pena, puedo
tratar de obtener una orden.
-Eso siempre merece la pena -dijo Rieux.
Su criada acababa de informarle que habían recogido varios cientos de
ratas muertas en la gran fábrica donde trabajaba su marido.
Fue en ese momento más o menos cuando nuestros conciudadanos
empezaron a inquietarse. Pues a partir del 18, las fábricas y los
almacenes desbordaban, en efecto, de centenares de cadáveres de
ratas. En algunos casos fue necesario ultimar a los animales cuya
agonía era demasiado larga. Pero desde los barrios extremos hasta el
centro de la ciudad, por todos los sitios que el doctor Rieux acababa de
atravesar, en todos los lugares donde se reunían nuestros
conciudadanos, las ratas esperaban amontonadas en los basureros o
alineadas en el arroyo. La prensa de la tarde se ocupó del asunto desde
ese día y preguntó si la municipalidad se proponía obrar o no, y qué
medidas de urgencia había tomado para librar a su jurisdicción de esta
invasión repugnante. La municipalidad no se había propuesto nada ni
había tomado ninguna medida, pero empezó por reunirse en consejo
para deliberar. La orden fue dada al servicio de desratización de recoger
todas las mañanas, al amanecer, las ratas muertas. Una vez terminada
la recolección, dos coches del servicio tenían que llevar los bichos al
departamento de incineración de la basura, para quemarlos.
Pero en los días que siguieron, la situación se agravó. El número de los
roedores recogidos iba creciendo y la recolección era cada mañana más
abundante. Al cuarto día, las ratas empezaron a salir para morir en
grupos. Desde las cavidades del subsuelo, desde las bodegas, desde
las alcantarillas, subían en largas filas titubeantes para venir a
tambalearse a la luz, girar sobre sí mismas y morir junto a los seres
humanos. Por la noche, en los corredores y callejones se oían
distintamente sus grititos de agonía. Por la mañana, en los suburbios, se
las encontraba extendidas en el mismo arroyo con una pequeña flor de


sangre en el hocico puntiagudo; unas, hinchadas y putrefactas, otras
rígidas, con los bigotes todavía enhiestos.
En la ciudad misma se las encontraba en pequeños montones en los
descansillos o en los patios. Venían también a morir aisladamente en los
salones administrativos, en los patios de las escuelas, en las terrazas de
los cafés a veces. Nuestros conciudadanos, estupefactos, las
descubrían en los lugares más frecuentados de la ciudad. Ensuciaban la
plaza de armas, los bulevares, el paseo de Front-de-Mer. Limpiada de
animales muertos al amanecer, la ciudad iba encontrándolos poco a
poco cada vez más numerosos durante el día. En las aceras había
sucedido a más de un paseante nocturno sentir bajo el pie la masa
elástica de un cadáver aún reciente. Se hubiera dicho que la tierra
misma donde estaban plantadas nuestras casas se purgaba así de su
carga de humores, que dejaba subir a la superficie los forúnculos y linfas
que la minaban interiormente. Puede imaginarse la estupefacción de
nuestra pequeña ciudad, tan tranquila hasta entonces, y conmocionada
en pocos días, como un hombre de buena salud cuya sangre empezase
de pronto a revolverse.
Las cosas fueron tan lejos que la agencia Ransdoc (informes,
investigaciones, documentación completa sobre cualquier asunto)
anunció, en su emisión radiofónica de informaciones gratuitas, 6.231
ratas recogidas y quemadas en el solo transcurso del día 25. Esta cifra
que daba una idea justa del espectáculo cotidiano que la ciudad tenía
ante sus ojos, acrecentó la confusión. Hasta ese momento nadie se
había quejado más que como de un accidente un poco repugnante.
Ahora ya se daban cuenta de que este fenómeno, cuya amplitud no se
podía precisar, cuyo origen no se podía descubrir, empezaba a ser
amenazador. Sólo el viejo español asmático seguía frotándose las
manos y repitiendo: "Salen, salen", con una alegría senil.
El 28 de abril, Ransdoc anunció una cosecha de cerca de 8.000 ratas y
la ansiedad llegó a su colmo. Se pedían medidas radicales, se acusaba
a las autoridades, y algunas gentes que tenían casas junto al mar
hablaban de retirarse a ellas. Pero, al día siguiente la agencia anunció
que el fenómeno había cesado bruscamente y que el servicio de
desratización no había recogido más que una cantidad insignificante de
ratas muertas. La ciudad respiró.
Sin embargo, ese día mismo, cuando el doctor Rieux paraba su
automóvil delante de la casa, al mediodía, vio venir por el extremo de la
calle al portero, que avanzaba penosamente, con la cabeza inclinada,
los brazos y las piernas separados del cuerpo, en la actitud de un 14
fantoche. El viejo venía apoyado en el brazo de un cura que el doctor
reconoció. Era el padre Paneloux, un jesuita erudito y militante con quien
había hablado algunas veces y que era muy estimado en la ciudad,
incluso por los indiferentes en materia de religión. Los esperó. El viejo
Michel tenía los ojos relucientes y la respiración sibilante. No se sentía
bien y había querido tomar un poco de aire, pero vivos dolores en el
cuello, en las axilas y en las ingles le habían obligado

a pedir ayuda al
padre Paneloux.
-Me están saliendo bultos. He debido hacer algún esfuerzo.
El doctor sacó el brazo por la ventanilla y paseó los dedos por la base
del cuello que Michel le mostraba: se le estaba formando allí una
especie de nudo de madera.
-Acuéstese, tómese la temperatura; vendré a verle por la tarde.
El portero se fue. Rieux preguntó al padre Paneloux qué pensaba él de
este asunto de las ratas.
-¡Oh! -dijo el padre-, debe de ser una epidemia -y sus ojos sonrieron
detrás de las gafas redondas.
Después del almuerzo Rieux estaba releyendo el telegrama del
sanatorio que le anunciaba la llegada de su mujer cuando sonó el
teléfono. Era un antiguo cliente, empleado del Ayuntamiento, que le
llamaba. Había sufrido durante mucho tiempo de estrechez de la aorta y
como era pobre, Rieux lo había atendido gratuitamente.
-Sí -decía-, ya sé que se acuerda usted de mí, pero se trata de otro.
Venga en seguida, le ha ocurrido algo grave a un vecino mío.
Su voz era anhelante. Rieux pensó en el portero y decidió i
r a verlo
después. Minutos más tarde llegaba a la puerta de una casa pequeña de
la calle Faidherbe, en un barrio extremo. En medio de la escalera fría y
maloliente vio a Joseph Grand, el empleado, que salía a su encuentro.
Era un hombre de unos cincuenta años, de bigote amarillo, alto y
encorvado, hombros estrechos y miembros ñacos.
-Ya está mejor -dijo, yendo hacia Rieux-, pero creí que se iba.
Se sonó las narices. En el segundo y último piso, escrito sobre la puerta
de la izquierda con tiza roja, Rieux leyó: "Entrad, me he ahorcado."
Entraron. La cuerda colgaba del techo, atada al soporte de la lámpara, y
bajo ella había una silla derribada; la mesa estaba apartada a un rincón. 15
Pero la cuerda colgaba en el vacío.
-Le descolgué a tiempo -decía Grand, que parecía siempre rebuscar las
palabras aunque hablase el lenguaje más simple-. Salía, justamente, y
oí ruido dentro. Cuando vi la inscripción creí que era una broma. Pero
lanzó un gemido extraño y hasta siniestro, le aseguro.
Se rascaba la cabeza.
-Yo creo que la operación debe ser dolorosa. Naturalmente, entré.
Empujaron una puerta y se encontraron en una habitación clara, pero
pobremente amueblada. Un hombrecito regordete estaba echado sobre
una cama de bronce. Respiraba ruidosamente y los miraba con ojos
congestionados. El doctor se detuvo. En los intervalos de la respiración
le parecía oír grititos de ratas, pero no había nada por los rincones.
Rieux se acercó a la cama. El hombre no se había dejado caer de muy
alto ni demasiado bruscamente; las vértebras habían resistido. En suma,
un poco de asfixia. El doctor le puso una inyección de aceite alcanforado
y dijo que mejoraría en pocos días.
-Gracias, doctor -dijo el hombre, con voz entrecortada.
Rieux preguntó a Grand si había dado parte a si había dado parte a la comisaría y el empleado dijo, un poco confuso:
-No. ¡Oh!, no. Pensé que lo primero era...
-Naturalmente -atajó Rieux-, ya lo haré yo.
Pero en ese momento el enfermo se agitó incorporándose en la cama y asegurando que estaba bien y que no merecía la pena.
-Cálmese -dijo Rieux-. Conozco el asunto, créame, y es necesario que haga una declaración.
-¡Oh! -dijo el otro.
Y se dejó caer hacia atrás, lloriqueando.
Grand, que se atusaba el bigote desde hacía rato, se acercó a él.
-Vamos, señor Cottard -le dijo-, procure usted comprender. Podrían decir que el doctor es responsable. Si por casualidad le da a usted la idea de repetirlo...
Pero Cottard dijo entre lágrimas que no lo repetiría, que había sido sólo
un momento de locura y que lo único que quería era que le dejasen en paz.
Rieux hizo una receta.
-Entendido -le dijo-. Dejemos eso por ahora. Yo volveré dentro de dos o tres días. Pero no haga usted tonterías.
En el descansillo le dijo a Grand que no tenía más remedio que hacer una declaración, pero que iba a pedir al comisario que no hiciera su información hasta dos días después.
-Tendrían que vigilarlo esta noche. ¿Tiene familia?
-Yo no le conozco ninguna. Pero puedo velarlo yo mismo.
Grand movía la cabeza.
-Tenga usted en cuenta que a él tampoco puedo decir que lo conozca. Pero debemos ayudarnos unos a otros.
En los corredores de la casa, Rieux miró maquinalmente hacia los rincones y preguntó a Grand si las ratas habían desaparecido totalmente de su barrio. El empleado no lo sabía. Se había hablado en efecto, de esta historia, pero él no prestaba mucha atención a los rumores del barrio.
-Tengo otras preocupaciones -dijo.
Rieux le estrechó la mano. Tenía prisa por ir a ver al portero antes de ponerse a escribir a su mujer.
Los vendedores de periódicos voceaban que la invasión de ratas había sido detenida. Pero Rieux encontró a su enfermo medio colgando de la cama, con una mano en el vientre y otra en el suelo, vomitando con gran desgarramiento una bilis rojiza en un cubo. Después de grandes esfuerzos, ya sin aliento, el portero volvió a echarse. La temperatura llegaba a treinta y nueve con cinco, los ganglios del cuello y de los miembros se habían hinchado, dos manchas negruzcas se extendían en un costado. Se quejaba de un dolor interior.
-Me quema -decía-, este cochino me quema.
La boca pegajosa le obligaba a masticar las palabras y volvía hacia el doctor sus ojos desorbitados, que el dolor de cabeza llenaba de lágrimas. La mujer miraba con ansiedad a Rieux, que permanecía mudo.
-Doctor -decía la mujer-, ¿qué puede ser esto?
-Puede ser cualquier cosa, pero todavía no hay nada seguro. Hasta esta noche, dieta y depurativo. Que beba mucho.
Justamente, el portero estaba devorado por la sed.
Ya en su casa, Rieux telefoneó a su colega Richard, uno de los médicos más importantes de la ciudad.
-No -decía Richard-, yo no he visto todavía nada extraordinario.
-¿Ninguna fiebre con inflamaciones locales?
-¡Ah!, sí por cierto, dos casos con ganglios muy inflamados.
-¿Anormalmente?
-Bueno -dijo Richard-, lo normal, ya sabe usted...
Por la noche el portero deliraba, con cuarenta grados, quejándose de las ratas. Rieux ensayó un absceso de fijación. Abrasado por la trementina, el portero gritaba: "¡Ah!, ¡cochinos!"
Los ganglios seguían hinchándose, duros y nudosos al tacto. La mujer estaba enloquecida.
-Vélele usted -le dijo el médico- y llámeme si fuese preciso.
Al día siguiente, 30 de abril, una brisa ligera soplaba bajo un cielo azul y húmedo. Traía un olor a flores que llegaba de los arrabales más lejanos. Los ruidos de la mañana en las calles parecían más vivos, más alegres que de ordinario. En toda nuestra ciudad, desembarazada de la sorda aprensión en que había vivido durante una semana, ese día era, al fin, el día de la primavera. Rieux mismo, animado por una carta tranquilizadora de su mujer, bajaba a casa del portero con ligereza. Y, en efecto, por la mañana la fiebre había descendido a treinta y ocho grados; el enfermo sonreía en su cama.
-¿Va mejor, no es cierto, doctor? -dijo la mujer.
-Hay que esperar un poco todavía.
Pero al mediodía la fiebre subió de golpe a cuarenta. El enfermo deliraba sin parar y los vómitos recomenzaron. Los ganglios del cuello
estaban doloridos y el portero quería tener la cabeza lo más lejos posible del cuerpo. La mujer estaba sentada a los pies de la cama y por encima de la colcha sujetaba con sus manos los pies del enfermo. Miraba a Rieux.
-Escúcheme -le dijo él-, es necesario aislarse y proceder a un tratamiento de excepción. Voy a telefonear al hospital y lo transportaremos en una ambulancia.
Dos horas después, en la ambulancia, el doctor y la mujer se inclinaban sobre el enfermo. De su boca tapizada de fungosidades, se escapaban fragmentos de palabras: "¡Las ratas!", decía. Verdoso, los labios cerúleos, los párpados caídos, el aliento irregular y débil, todo él como claveteado por los ganglios, hecho un rebujón en el fondo de la camilla, como si quisiera que se cerrase sobre él o como si algo le llamase sin tregua desde el fondo de la tierra, el portero se ahogaba bajo una presión invisible. La mujer lloraba. -¿No hay esperanza doctor? -Ha muerto -dijo Rieux.
La muerte del portero, puede decirse, marcó el fin de este período lleno de signos desconcertantes y el comienzo de otro, relativamente más difícil, en el que la sorpresa de los primeros tiempos se transformó poco a poco en pánico. Nuestros conciudadanos, ahora se daban cuenta, no habían pensado nunca que nuestra ciudad pudiera ser un lugar particularmente indicado para que las ratas saliesen a morir al sol ni para que los porteros perecieran de enfermedades extrañas. Desde ese punto de vista, en suma, estaban en un error y sus ideas exigían ser revisadas. Si todo hubiera quedado en eso, las costumbres habrían seguido prevaleciendo. Pero otros entre nuestros conciudadanos, y que no eran precisamente porteros ni pobres, tuvieron que seguir la ruta que había abierto Michel. Fue a partir de ese momento cuando el miedo, y con él la reflexión, empezaron.
Sin embargo, antes de entrar en detalles sobre esos nuevos acontecimientos, el narrador cree de utilidad dar la opinión de otro testigo sobre el período que acaba de ser descrito. Jean Tarrou, que ya encontramos al comienzo de esta narración, se había establecido en Oran semanas antes, y habitaba desde entonces en un gran hotel del centro. Aparentemente su situación era lo bastante desahogada como para vivir de sus rentas. Pero, acaso porque la ciudad se había acostumbrado a él poco a poco, nadie podía decir de dónde venía ni por qué estaba allí. Se le encontraba en todos los lugares públicos: desde el comienzo de la primavera se le había visto mucho en las playas, nadando con manifiesto placer. Afable, siempre sonriente, parecía ser
amigo de todos los placeres normales, sin ser esclavo de ellos. En fin, el único hábito que se le conocía era la frecuentación asidua de los bailarines españoles, harto numerosos en nuestra ciudad.
Sus apuntes, en todo caso, constituyen también una especie de crónica de este período difícil. Pero son una crónica muy particular, que parece obedecer a un plan preconcebido de insignificancia. A primera vista se podría creer que Tarrou se las ingeniaba para contemplar las cosas y los seres con los gemelos al revés. En medio de la confusión general se esmeraba, en suma, en convertirse en historiador de las cosas que no tenían historia. Se puede lamentar, sin duda, ese plan y sospechar que procede de cierta sequedad de corazón. Pero no por ello sus apuntes dejan de ofrecer para una crónica de este período multitud de detalles secundarios que tienen su importancia y cuya extravagancia, inclusive, impedirá que se juzgue a la ligera a este interesante personaje.
Las primeras notas tomadas por Jean Tarrou datan de su llegada a Oran. Demuestran desde el principio una curiosa satisfacción por el hecho de encontrarse en una ciudad tan fea por sí misma. Se encuentra en ellas la descripción detallada de los leones de bronce que adornan el Ayuntamiento, consideraciones benévolas sobre la ausencia de árboles, sobre las casas deplorables y el trazado absurdo de la ciudad. Tarrou pone también en sus notas diálogos oídos en los tranvías y en las calles, sin añadir comentario, salvo, un poco más tarde, a una de esas conversaciones concernientes a un tal Camps. Tarrou había asistido a una conversación entre dos cobradores de tranvías.
-Tú conociste a Camps -decía uno.
-¿Camps? ¿Uno alto con bigote negro?
-Ése. Estaba en las agujas.
-¡Ah!, sí.
-Bueno, pues se ha muerto.
-¡Ah! Y ¿cuándo?
-Después de lo de las ratas.
-¡Mira! ¿Y qué es lo que ha tenido?
-No sé; unas fiebres. Además, no era fuerte. Ha tenido abscesos en los sobacos. No lo ha resistido.
-Y sin embargo, parecía igual que todo el mundo.
-No; era débil de pecho y tocaba en el Orfeón. Siempre soplando en un cornetín; eso acaba a cualquiera.
-¡Ah! -concluyó el segundo-, cuando se está enfermo no se debe soplar en un cornetín.
Tras esas breves indicaciones Tarrou se preguntaba por qué Camps había entrado en el Orfeón en contra de sus intereses más evidentes y cuáles eran las razones profundas que le habían llevado a arriesgar la vida por los desfiles dominicales.
Tarrou parecía además haber sido favorablemente impresionado por una escena que se desarrollaba con frecuencia en el balcón que quedaba en frente de su ventana. Su cuarto daba a una pequeña calle trasversal donde había siempre gatos adormilados a la sombra de las tapias. Pero todos los días, después del almuerzo, a la hora en que la ciudad entera estaba adormecida por el calor, un viejecito aparecía en un balcón, del otro lado de la calle. El pelo blanco y bien peinado, derecho y severo en su traje de corte militar, llamaba a los gatos con un "minino, minino" dulce y distante a un tiempo. Los gatos levantaban los ojos, pálidos de sueño, sin decidirse a moverse. Él rompía pedacitos de papel sobre la calle y los animales, atraídos por esta lluvia de mariposas blancas, avanzaban hasta el centro de la calzada, alargando la pata titubeante hacia los últimos trozos de papel. El viejecito, entonces escupía sobre los gatos con fuerza y precisión. Si uno de sus escupitajos daba en el blanco, reía.
En fin, Tarrou parecía haber sido definitivamente seducido por el carácter comercial de la ciudad, cuyo aspecto, animación e incluso placeres aparentaban ser regidos por las necesidades del negocio. Esta singularidad (es el término empleado en los apuntes) tenía la aprobación de Tarrou y una de sus observaciones elogiosas llegaba a terminarse con la exclamación: "¡Al fin!" Estos son los únicos puntos en que las notas del viajero, pertenecientes a esta fecha, parecen tener carácter personal. Es difícil apreciar su significación y lo que pueda haber de serio en ellas. Es así como, después de haber relatado que el hallazgo de una rata muerta había llevado al cajero del hotel a cometer un error en su cuenta, Tarrou había añadido con una letra menos clara que de ordinario. "Pregunta: ¿qué hacer para no perder el tiempo? Respuesta: sentirlo en toda su lentitud. Medios: pasarse los días en la antesala de un dentista en una silla inconfortable; vivir el domingo en el balcón, por la tarde; oír conferencias en una lengua que no se conoce, escoger los
itinerarios del tren más largos y menos cómodos y viajar de pie, naturalmente; hacer la cola en las taquillas de los espectáculos, sin perder su puesto, etc., etc… Pero inmediatamente después de estos juegos de lenguaje o de pensamiento, los apuntes comienzan una descripción detallada de los tranvías de nuestra ciudad, de su forma de barquichuelo, su color impreciso, su habitual suciedad y terminan estas consideraciones con un "'es notable" que no explica nada.
He aquí, en todo caso, las indicaciones dadas por Tarrou sobre la historia de las ratas:
"Hoy el viejecito de enfrente está desconcertado. No hay gatos. Han desaparecido, en efecto, excitados por las ratas muertas que se descubren en gran número por las calles. En mi opinión no se puede pensar que los gatos coman ratas muertas. Recuerdo que los míos las detestaban. Pero eso no impide que corran a las bodegas y que el viejecito esté desconcertado.
Está menos bien peinado, menos vigoroso. Se le ve inquieto; después de estar un rato en el balcón se fue para adentro. Pero había escupido una vez en el vacío.
"En la ciudad hoy se detuvo un tranvía porque se descubrió en él una rata muerta, que había llegado allí no se sabe cómo. Dos o tres mujeres se apearon. Tiraron la rata. El tranvía partió.
"En el hotel, el guardián nocturno, que es un hombre digno de fe, me ha dicho que él está viendo venir alguna desgracia con todas estas ratas muertas. 'Cuando las ratas dejan el barco...' Le respondí que eso era cierto en el caso de los barcos, pero que todavía no se había comprobado en las ciudades. Sin embargo, su convicción es firme. Le pregunté qué desgracia podía amenazarnos, según él. No sabía, la desgracia era imprevisible. Pero a él no le hubiera extrañado que se tratara de un temblor de tierra. Reconocí que eso era posible y me preguntó si no me inquietaba:
"-Lo único que me interesa -le dije- es encontrar la paz interior.
"Me comprendió perfectamente.

"En el comedor del hotel hay una familia muy interesante. El padre es un hombre alto, delgado, vestido de negro, con cuello duro. Tiene la cabeza calva en el centro y dos tufos de pelo gris a derecha e izquierda. Ojitos redondos y duros, una nariz afilada y una boca horizontal le dan el aspecto de una lechuza bien educada. Llega siempre primero a la puerta

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