Los
curiosos acontecimientos que constituyen el tema de esta crónica se
produjeron
en el año 194... en Oran. Para la generalidad resultaron
enteramente
fuera de lugar y un poco aparte de lo cotidiano. A primera
vista
Oran es, en efecto, una ciudad como cualquier otra, una prefectura
francesa
en la costa argelina y nada más.
La
ciudad, en sí misma, hay que confesarlo, es fea. Su aspecto es
tranquilo
y se necesita cierto tiempo para percibir lo que la hace
diferente
de las otras ciudades comerciales de cualquier latitud. ¿Cómo
sugerir,
por ejemplo, una ciudad sin palomas, sin árboles y sin jardines,
donde
no puede haber aleteos ni susurros de hojas, un lugar neutro, en
una
palabra? El cambio de las estaciones sólo se puede notar en el
cielo.
La primavera se anuncia únicamente por la calidad del aire o por
los
cestos de flores que traen a vender los muchachos de los
alrededores;
una primavera que venden en los mercados. Durante el
verano
el sol abrasa las casas resecas y cubre los muros con una
ceniza
gris; se llega a no poder vivir más que a la sombra de las
persianas
cerradas. En otoño, en cambio, un diluvio de barro. Los días
buenos
sólo llegan en el invierno.
El
modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se
trabaja
en ella, cómo se ama y cómo se muere. En nuestra ciudad, por
efecto
del clima, todo ello se hace igual, con el mismo aire frenético y
ausente.
Es decir, que se aburre uno y se dedica a adquirir hábitos.
Nuestros
conciudadanos trabajan mucho, pero siempre para
enriquecerse.
Se interesan sobre todo por el comercio, y se ocupan
principalmente,
según propia expresión, de hacer negocios.
Naturalmente,
también les gustan las expansiones simples: las mujeres,
el
cine y los baños de mar. Pero, muy sensatamente, reservan los
placeres
para el sábado después de mediodía y el domingo, procurando
los
otros días de la semana hacer mucho dinero. Por las tardes, cuando
dejan
sus despachos, se reúnen a una hora fija en los cafés, se pasean
por
un determinado bulevar o se asoman al balcón. Los deseos de la
gente
joven son violentos y breves, mientras que los vicios de los
mayores
no exceden de las francachelas, los banquetes de camaradería
y
los círculos donde se juega fuerte al azar de las cartas.
Se
dirá, sin duda, que nada de esto es particular de nuestra ciudad y
que,
en suma, todos nuestros contemporáneos son así. Sin duda, nada
es
más natural hoy día que ver a las gentes trabajar de la mañana a la
noche
y en seguida elegir, entre el café, el juego y la charla, el modo de
perder
el tiempo que les queda por vivir. Pero hay ciudades y países
donde
las gentes tienen, de cuando en cuando, la sospecha de que
existe
otra cosa. En general, esto no hace cambiar sus vidas, pero al
menos
han tenido la sospecha y eso es su ganancia. Oran, por el
contrario,
es en apariencia una ciudad sin ninguna sospecha, es decir,
una
ciudad enteramente moderna. Por lo tanto, no es necesario
especificar
la manera de amar que se estila. Los hombres y mujeres o
bien
se devoran rápidamente en eso que se llama el acto del amor, o
bien
se crean el compromiso de una larga costumbre a dúo. Entre estos
dos
extremos no hay término medio. Eso tampoco es original. En Oran,
como
en otras partes, por falta de tiempo y de reflexión, se ve uno
obligado
a amar sin darse cuenta.
Lo
más original en nuestra ciudad es la dificultad que puede uno
encontrar
para morir. Dificultad, por otra parte, no es la palabra justa,
sería
mejor decir, incomodidad. Nunca es agradable estar enfermo, pero
hay
ciudades y países que nos sostienen en la enfermedad, países en
los
que, en cierto modo, puede uno confiarse. Un enfermo necesita
alrededor
blandura, necesita apoyarse en algo; eso es natural. Pero en
Oran
los extremos del clima, la importancia de los negocios, la
insignificancia
de lo circundante, la brevedad del crepúsculo y la calidad
de
los placeres, todo exige buena salud. Un enfermo necesita soledad.
Imagínese
entonces al que está en trance de morir como cogido en una
trampa,
rodeado por cientos de paredes crepitantes de calor, en el
mismo
momento en que toda una población, al teléfono o en los cafés,
habla
de letras de cambio, de conocimientos, de descuentos. Se
comprenderá
fácilmente lo que puede haber de incómodo en la muerte,
hasta
en la muerte moderna, cuando sobreviene así en un lugar seco.
Estas
pocas indicaciones dan probablemente una idea suficiente de
nuestra
ciudad. Por lo demás, no hay por qué exagerar. Lo que es
preciso
subrayar es el aspecto frívolo de la población y de la vida. Pero
se
pasan los días fácilmente en cuanto se adquieren hábitos, y puesto
que
nuestra ciudad favorece justamente los hábitos, puede decirse que
todo
va bien. Desde este punto de vista, la vida, en verdad, no es muy
apasionante.
Pero, al menos aquí no se conoce el desorden. Y nuestra
población,
franca, simpática y activa, ha provocado siempre en el viajero
una
razonable estimación. Esta ciudad, sin nada pintoresco, sin
vegetación
y sin alma acaba por servir de reposo y al fin se adormece
uno
en ella. Pero es justo añadir que ha sido injertada en un paisaje sin
igual,
en medio de una meseta desnuda, rodeada de colinas luminosas,
ante
una bahía de trazo perfecto. Se puede lamentar únicamente que
haya
sido construida de espaldas a esta bahía y que al salir sea
imposible
divisar el mar sin ir expresamente a buscarlo.
Siendo
así las cosas, se admitirá fácilmente que no hubiese nada que
hiciera
esperar a nuestros conciudadanos los acontecimientos que se
produjeron
a principios de aquel año, y que fueron, después lo
comprendimos,
como los primeros síntomas de la serie de
acontecimientos
graves que nos hemos propuesto señalar en esta
crónica.
Estos hechos parecerán a muchos naturales y a otros, por el
contrario,
inverosímiles. Pero, después de todo, un cronista no puede
tener
en cuenta esas contradicciones. Su misión es únicamente decir:
"Esto
pasó", cuando sabe que pasó en efecto, que interesó la vida de
todo
un pueblo y que por lo tanto hay miles de testigos que en el fondo
de
su corazón sabrán estimar la verdad de lo que dice.
Por
lo demás, el narrador, que será conocido a su tiempo, no tendría
ningún
título que arrogarse en semejante empresa si la muerte no le
hubiera
llevado a ser depositario de numerosas confidencias y si la
fuerza
de las cosas no le hubiera mezclado con todo lo que intenta
relatar.
Esto es lo que le autoriza a hacer trabajo de historiador. Por
supuesto,
un historiador, aunque sea un mero aficionado, siempre tiene
documentos.
El narrador de esta historia tiene los suyos: ante todo, su
testimonio,
después el de los otros puesto que por el papel que
desempeñó
tuvo que recoger las confidencias de todos los personajes
de
esta crónica, e incluso los textos que le cayeron en las manos. El
narrador
se propone usar de todo ello cuando le parezca bien y cuando
le
plazca. Además, se propone... Pero ya es tiempo, quizás, de dejar los
comentarios
y las precauciones de lenguaje para llegar a la narración
misma.
El relato de los primeros días exige cierta minuciosidad
La
mañana del 16 de abril, el doctor Bernard Rieux, al salir de su
habitación,
tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la
escalera.
En el primer momento no hizo más que apartar hacia un lado
el
animal y bajar sin preocuparse. Pero cuando llegó a la calle, se le
ocurrió
la idea de que aquella rata no debía quedar allí y volvió sobre
sus
pasos para advertir al portero. Ante la reacción del viejo Michel, vio
más
claro lo que su hallazgo tenía de insólito. La presencia de aquella
rata
muerta le había parecido únicamente extraña, mientras que para el
portero
constituía un verdadero escándalo. La posición del portero era
categórica:
en la casa no había ratas. El doctor tuvo que afirmarle que
había
una en el descansillo del primer piso, aparentemente muerta: la
convicción
de Michel quedó intacta. En la casa no había ratas; por lo
tanto,
alguien tenía que haberla traído de afuera. Así, pues, se trataba
de
una broma.
Aquella
misma tarde Bernard Rieux estaba en el pasillo del inmueble,
buscando
sus llaves antes de subir a su piso, cuando vio surgir del
fondo
oscuro del corredor una rata de gran tamaño con el pelaje mojado,
que
andaba torpemente. El animal se detuvo, pareció buscar el
equilibrio,
echó a correr hacia el doctor, se detuvo otra vez, dio una
vuelta
sobre sí mismo lanzando un pequeño grito y cayó al fin, echando
sangre
por el hocico entreabierto. El doctor lo contempló un momento y
subió
a su casa.
No
era en la rata en lo que pensaba. Aquella sangre arrojada le llevaba
de
nuevo a su preocupación. Su mujer, enferma desde hacía un año, iba
a
partir al día siguiente para un lugar de montaña. La encontró acostada
en
su cuarto, como le tenía mandado. Así se preparaba para el esfuerzo
del
viaje. Le sonrió.
-
Me siento muy bien -le dijo.
El
doctor miró aquel rostro vuelto hacia él a la luz de la lámpara de
cabecera.
Para Rieux, esa cara, a pesar de sus treinta años y del sello
de
la enfermedad, era siempre la de la juventud; a causa, posiblemente,
de
la sonrisa que disipaba todo el resto.
-
Duerme, si puedes -le dijo-. La enfermera vendrá a las once y os
llevaré
al tren a las doce.
La
besó en la frente ligeramente húmeda. La sonrisa le acompañó hasta
la
puerta.
Al
día siguiente, 17 de abril, a las ocho, el portero detuvo al doctor
cuando
salía, para decirle que algún bromista de mal género había
puesto
tres ratas muertas en medio del corredor. Debían haberlas
cogido
con trampas muy fuertes, porque estaban llenas de sangre. El
portero
había permanecido largo rato a la puerta, con las ratas colgando
por
las patas, a la espera de que los culpables se delatasen con alguna
burla.
Pero no pasó nada.
Rieux,
intrigado, se decidió a comenzar sus visitas por los barrios
extremos,
donde habitaban sus clientes más pobres. Las basuras se
recogían
por allí tarde y el auto, a lo largo de las calles rectas y
polvorientas
de aquel barrio, rozaba las latas de detritos dejadas al
borde
de las aceras. En una calle llegó a contar una docena de ratas
tiradas
sobre los restos de las legumbres y trapos sucios.
Encontró
a su primer enfermo en la cama, en una habitación que daba a
la
calle y que le servía al mismo tiempo de alcoba y de comedor. Era un
viejo
español de rostro duro y estragado. Tenía junto a él, sobre la
colcha,
dos cazuelas llenas de garbanzos. En el momento en que
llegaba
el doctor, el enfermo, medio incorporado en su lecho, se echaba
hacia
atrás esforzándose en su respiración pedregosa de viejo asmático.
Su
mujer trajo una palangana.
-
Doctor -dijo, mientras le ponían la inyección-, ¿ha visto usted cómo
salen?
-
Sí -dijo la mujer-, el vecino ha recogido tres.
-
Salen muchas, se las ve en todos los basureros, ¡es el hambre!
Rieux
comprobó en seguida que todo el barrio hablaba de las ratas.
Cuando
terminó sus visitas se volvió a casa.
-
Arriba hay un telegrama para usted -le dijo el viejo Michel.
El
doctor le preguntó si había visto más ratas.
-
¡Ah!, no -dijo el portero-, estoy al acecho y esos cochinos no se
atreven.
El
telegrama anunciaba a Rieux la llegada de su madre al día siguiente.
Venía
a ocuparse del hogar mientras durase la ausencia de la enferma.
Cuando
el doctor entró en su casa, la enfermera había llegado ya. Rieux
vio
a su mujer levantada, en traje de viaje, con colorete en las mejillas.
Le
sonrió.
-
Está bien -le dijo-, muy bien.
Poco
después, en la estación, la instaló en el wagon-lit. Ella se quedó
mirando
el compartimiento.
-
Todo esto es muy caro para nosotros, ¿no?
-
Es necesario -dijo Rieux.
-
¿Qué historia es esa de las ratas?
-
No sé, es cosa muy curiosa. Ya pasará.
Después
le dijo muy apresuradamente que tenía que perdonarle por no
haberla
cuidado más; la había tenid
muy
abandonada. Ella movía la
cabeza
como pidiéndole que se callase, pero él añadió
-
Cuando vuelvas todo saldrá mejor. Tenemos que recomenzar.
-
Sí -dijo ella, con los ojos brillantes-, recomenzaremos.
Después
se volvió para el otro lado y se puso a mirar por el cristal. En el
andén
las gentes se apresuraban y se atropellaban. El silbido de la
locomotora
llegó hasta ellos. La llamó por su nombre y, cuando se
volvió,
vio que tenía la cara cubierta de lágrimas.
-
No -le dijo dulcemente.
Bajo
las lágrimas, la sonrisa volvió, un poco crispada. Respiró
profundamente.
-
Vete, todo saldrá bien.
La
apretó contra su pecho y, ya en el andén, del otro lado del cristal, no
vio
más que su sonrisa.
-
Por favor -le dijo-, cuídate mucho.
Pero
ella ya no podía oírle.
A
la salida, en el mismo andén, Rieux chocó con el señor Othon, el juez
de
instrucción, que llevaba a su niño de la mano. El doctor le preguntó si
se
iba de viaje. El señor Othon, largo y negro, semejando en parte a lo
que
antes se llamaba un hombre de mundo, y en parte a un sepulturero,
respondió
con voz amable pero breve:
-
Espero a la señora Othon que ha ido a saludar a mi familia.
La
locomotora silbó.
-
Las ratas... -dijo el juez.
Rieux
hizo un movimiento en la dirección del tren, pero al fin se volvió
hacia
la salida.
-
Sí -respondió-, no es nada.
Todo
lo que recordaba de ese instante era un empleado de la estación
que
pasó llevando un cajón lleno de ratas muertas.
Por
la tarde de ese mismo día, al comienzo de la consulta, Rieux recibió
a
un joven que le había dicho que había venido ya por la mañana y que
era
periodista. Se llamaba Raymond Rambert. Pequeño, de hombros
macizos,
de expresión decidida y ojos claros e inteligentes, Rambert
llevaba
un traje tipo sport y parecía encontrarse a gusto en la vida. Fue
derecho
a su objeto. Estaba haciendo una información para un gran
periódico
de París sobre las condiciones de vida de los árabes y quería
datos
sobre su estado sanitario. Rieux le dijo que el estado no era
bueno,
Pero quiso saber, antes de ir más lejos, si el periodista podía
decir
la verdad.
-
Evidentemente -dijo el otro.
-
Quiero decir que si puede usted manifestar una total reprobación.
-Total,
no es preciso decirlo. Pero yo creo que para una reprobación
total
no habría fundamento.
Con
suavidad Rieux le dijo que, en efecto, no habría fundamento para
una
reprobación semejante, pero que al hacerle esa pregunta sólo había
querido
saber si el testimonio de Rambert podía o no ser sin reservas.
-
Yo no admito más que testimonios sin reservas, así que no sustentaré
el
suyo con mis informaciones.
-
Ese es el lenguaje de Saint-Just -dijo el periodista, sonriendo.
Rieux,
sin cambiar de tono, dijo que él no sabía nada de eso, pero que
su
lenguaje era el de un hombre cansado del mundo en que vivía, y sin
embargo
inclinado hacia sus semejantes y decidido, por su parte, a
rechazar
la injusticia y las concesiones. Rambert, hundiendo el cuello
entre
los hombros, miraba al doctor.
-
Creo que lo comprendo -dijo al fin, levantándose.
El
doctor lo acompañó hasta la puerta:
-
Le agradezco a usted que tome así las cosas.
Rambert
pareció impacientarse:
-
Sí -dijo-, yo le comprendo, perdone usted esta molestia.
El
doctor le estrechó la mano y le dijo que se podría hacer un curioso
reportaje
sobre la cantidad de ratas muertas que se encontraban en la
ciudad
en aquel momento.
-
¡Ah! -exclamó Rambert-, eso me interesa.
A
las cinco, al salir a hacer nuevas visitas, el doctor se cruzó en la
escalera
con un hombre más bien joven de silueta pesada, de rostro 11
recio
y demacrado, atravesado por espesas cejas. Ya lo había
encontrado
otras veces en casa de los bailarines españoles que vivían
en
el último piso. Jean Tarrou estaba fumando con aplicación un
cigarrillo
mientras contemplaba las últimas convulsiones de una rata que
expiraba
a sus pies en un escalón. Levantó sobre el doctor la mirada
tranquila
y un poco insistente de sus ojos grises, le dijo buenos días y
añadió
que esta aparición de las ratas era cosa curiosa.
-
Sí -dijo Rieux-, pero ya va terminando por ser irritante.
-
En cierto sentido, doctor, sólo en cierto sentido.
No
habíamos visto nunca nada semejante, esto es todo. Pero yo lo
encuentro
interesante, sí, positivamente interesante.
Tarrou
se pasó la mano por el pelo, echándoselo hacia atrás, miró otra
vez
la rata, ya inmóvil, después sonrió a Rieux.
-Y
sobre todo, doctor, esto es asunto del portero.
Justamente
el doctor encontró al portero delante de la casa, adosado al
muro
junto a la entrada, con una expresión de cansancio en su rostro,
de
ordinario congestionado.
-
Sí, ya lo sé -dijo el viejo Michel a Rieux, que le señalaba el nuevo
hallazgo-.
Se las encuentra ahora de dos en dos o de tres en tres. Pero
lo
mismo pasa en las otras casas.
Parecía
abatido y preocupado. Se frotaba el cuello con un gesto
maquinal.
Rieux le preguntó cómo se sentía. El portero no podía decir
realmente
que no se sintiese bien. Lo único era que no estaba en caja.
En
su opinión era cosa moral. Las ratas le habían sacudido y todo
mejoraría
cuando desaparecieran.
Pero
al día siguiente, 18 de abril, el doctor, que traía a su madre de la
estación,
encontró a Michel con un aspecto todavía más desencajado:
del
sótano al tejado, una docena de ratas sembraban la escalera. Los
basureros
de las casas vecinas estaban llenos. La madre del doctor
recibió
la noticia sin asombrarse.
-Son
cosas que pasan.
Era
una mujercita de pelo plateado y ojos negros
-Me
siento feliz de volver a verte, Bernard -le dijo-; eso las ratas no
pueden
impedirlo. 12
Él
asintió: verdad es que con ella todo parecía siempre fácil.
Rieux
telefoneó al servicio municipal de desratización, a cuyo director
conocía.
¿Había oído hablar de aquellas ratas que salían a morir en
gran
número al aire libre? Mercier, el director, había oído hablar de ellas
y
en sus mismas oficinas habían encontrado una cincuentena. Se
preguntaba,
en fin, si la cosa era seria. Rieux no podía juzgar, pero creía
que
el servicio de desratización debía intervenir.
-Sí
-dijo Mercier-, con una orden. Si crees que merece la pena, puedo
tratar
de obtener una orden.
-Eso
siempre merece la pena -dijo Rieux.
Su
criada acababa de informarle que habían recogido varios cientos de
ratas
muertas en la gran fábrica donde trabajaba su marido.
Fue
en ese momento más o menos cuando nuestros conciudadanos
empezaron
a inquietarse. Pues a partir del 18, las fábricas y los
almacenes
desbordaban, en efecto, de centenares de cadáveres de
ratas.
En algunos casos fue necesario ultimar a los animales cuya
agonía
era demasiado larga. Pero desde los barrios extremos hasta el
centro
de la ciudad, por todos los sitios que el doctor Rieux acababa de
atravesar,
en todos los lugares donde se reunían nuestros
conciudadanos,
las ratas esperaban amontonadas en los basureros o
alineadas
en el arroyo. La prensa de la tarde se ocupó del asunto desde
ese
día y preguntó si la municipalidad se proponía obrar o no, y qué
medidas
de urgencia había tomado para librar a su jurisdicción de esta
invasión
repugnante. La municipalidad no se había propuesto nada ni
había
tomado ninguna medida, pero empezó por reunirse en consejo
para
deliberar. La orden fue dada al servicio de desratización de recoger
todas
las mañanas, al amanecer, las ratas muertas. Una vez terminada
la
recolección, dos coches del servicio tenían que llevar los bichos al
departamento
de incineración de la basura, para quemarlos.
Pero
en los días que siguieron, la situación se agravó. El número de los
roedores
recogidos iba creciendo y la recolección era cada mañana más
abundante.
Al cuarto día, las ratas empezaron a salir para morir en
grupos.
Desde las cavidades del subsuelo, desde las bodegas, desde
las
alcantarillas, subían en largas filas titubeantes para venir a
tambalearse
a la luz, girar sobre sí mismas y morir junto a los seres
humanos.
Por la noche, en los corredores y callejones se oían
distintamente
sus grititos de agonía. Por la mañana, en los suburbios, se
las
encontraba extendidas en el mismo arroyo con una pequeña flor de
sangre
en el hocico puntiagudo; unas, hinchadas y putrefactas, otras
rígidas,
con los bigotes todavía enhiestos.
En
la ciudad misma se las encontraba en pequeños montones en los
descansillos
o en los patios. Venían también a morir aisladamente en los
salones
administrativos, en los patios de las escuelas, en las terrazas de
los
cafés a veces. Nuestros conciudadanos, estupefactos, las
descubrían
en los lugares más frecuentados de la ciudad. Ensuciaban la
plaza
de armas, los bulevares, el paseo de Front-de-Mer. Limpiada de
animales
muertos al amanecer, la ciudad iba encontrándolos poco a
poco
cada vez más numerosos durante el día. En las aceras había
sucedido
a más de un paseante nocturno sentir bajo el pie la masa
elástica
de un cadáver aún reciente. Se hubiera dicho que la tierra
misma
donde estaban plantadas nuestras casas se purgaba así de su
carga
de humores, que dejaba subir a la superficie los forúnculos y linfas
que
la minaban interiormente. Puede imaginarse la estupefacción de
nuestra
pequeña ciudad, tan tranquila hasta entonces, y conmocionada
en
pocos días, como un hombre de buena salud cuya sangre empezase
de
pronto a revolverse.
Las
cosas fueron tan lejos que la agencia Ransdoc (informes,
investigaciones,
documentación completa sobre cualquier asunto)
anunció,
en su emisión radiofónica de informaciones gratuitas, 6.231
ratas
recogidas y quemadas en el solo transcurso del día 25. Esta cifra
que
daba una idea justa del espectáculo cotidiano que la ciudad tenía
ante
sus ojos, acrecentó la confusión. Hasta ese momento nadie se
había
quejado más que como de un accidente un poco repugnante.
Ahora
ya se daban cuenta de que este fenómeno, cuya amplitud no se
podía
precisar, cuyo origen no se podía descubrir, empezaba a ser
amenazador.
Sólo el viejo español asmático seguía frotándose las
manos
y repitiendo: "Salen, salen", con una alegría senil.
El
28 de abril, Ransdoc anunció una cosecha de cerca de 8.000 ratas y
la
ansiedad llegó a su colmo. Se pedían medidas radicales, se acusaba
a
las autoridades, y algunas gentes que tenían casas junto al mar
hablaban
de retirarse a ellas. Pero, al día siguiente la agencia anunció
que
el fenómeno había cesado bruscamente y que el servicio de
desratización
no había recogido más que una cantidad insignificante de
ratas
muertas. La ciudad respiró.
Sin
embargo, ese día mismo, cuando el doctor Rieux paraba su
automóvil
delante de la casa, al mediodía, vio venir por el extremo de la
calle
al portero, que avanzaba penosamente, con la cabeza inclinada,
los
brazos y las piernas separados del cuerpo, en la actitud de un 14
fantoche.
El viejo venía apoyado en el brazo de un cura que el doctor
reconoció.
Era el padre Paneloux, un jesuita erudito y militante con quien
había
hablado algunas veces y que era muy estimado en la ciudad,
incluso
por los indiferentes en materia de religión. Los esperó. El viejo
Michel
tenía los ojos relucientes y la respiración sibilante. No se sentía
bien
y había querido tomar un poco de aire, pero vivos dolores en el
cuello,
en las axilas y en las ingles le habían obligado
a
pedir ayuda al
padre
Paneloux.
-Me
están saliendo bultos. He debido hacer algún esfuerzo.
El
doctor sacó el brazo por la ventanilla y paseó los dedos por la base
del
cuello que Michel le mostraba: se le estaba formando allí una
especie
de nudo de madera.
-Acuéstese,
tómese la temperatura; vendré a verle por la tarde.
El
portero se fue. Rieux preguntó al padre Paneloux qué pensaba él de
este
asunto de las ratas.
-¡Oh!
-dijo el padre-, debe de ser una epidemia -y sus ojos sonrieron
detrás
de las gafas redondas.
Después
del almuerzo Rieux estaba releyendo el telegrama del
sanatorio
que le anunciaba la llegada de su mujer cuando sonó el
teléfono.
Era un antiguo cliente, empleado del Ayuntamiento, que le
llamaba.
Había sufrido durante mucho tiempo de estrechez de la aorta y
como
era pobre, Rieux lo había atendido gratuitamente.
-Sí
-decía-, ya sé que se acuerda usted de mí, pero se trata de otro.
Venga
en seguida, le ha ocurrido algo grave a un vecino mío.
Su
voz era anhelante. Rieux pensó en el portero y decidió i
r
a verlo
después.
Minutos más tarde llegaba a la puerta de una casa pequeña de
la
calle Faidherbe, en un barrio extremo. En medio de la escalera fría y
maloliente
vio a Joseph Grand, el empleado, que salía a su encuentro.
Era
un hombre de unos cincuenta años, de bigote amarillo, alto y
encorvado,
hombros estrechos y miembros ñacos.
-Ya
está mejor -dijo, yendo hacia Rieux-, pero creí que se iba.
Se
sonó las narices. En el segundo y último piso, escrito sobre la puerta
de
la izquierda con tiza roja, Rieux leyó: "Entrad, me he ahorcado."
Entraron.
La cuerda colgaba del techo, atada al soporte de la lámpara, y
bajo
ella había una silla derribada; la mesa estaba apartada a un rincón. 15
Pero
la cuerda colgaba en el vacío.
-Le
descolgué a tiempo -decía Grand, que parecía siempre rebuscar las
palabras
aunque hablase el lenguaje más simple-. Salía, justamente, y
oí
ruido dentro. Cuando vi la inscripción creí que era una broma. Pero
lanzó
un gemido extraño y hasta siniestro, le aseguro.
Se
rascaba la cabeza.
-Yo
creo que la operación debe ser dolorosa. Naturalmente, entré.
Empujaron
una puerta y se encontraron en una habitación clara, pero
pobremente
amueblada. Un hombrecito regordete estaba echado sobre
una
cama de bronce. Respiraba ruidosamente y los miraba con ojos
congestionados.
El doctor se detuvo. En los intervalos de la respiración
le
parecía oír grititos de ratas, pero no había nada por los rincones.
Rieux
se acercó a la cama. El hombre no se había dejado caer de muy
alto
ni demasiado bruscamente; las vértebras habían resistido. En suma,
un
poco de asfixia. El doctor le puso una inyección de aceite alcanforado
y
dijo que mejoraría en pocos días.
-Gracias,
doctor -dijo el hombre, con voz entrecortada.
Rieux
preguntó a Grand si había dado parte a si había dado parte a la comisaría y el
empleado dijo, un poco confuso:
-No.
¡Oh!, no. Pensé que lo primero era...
-Naturalmente
-atajó Rieux-, ya lo haré yo.
Pero
en ese momento el enfermo se agitó incorporándose en la cama y asegurando que
estaba bien y que no merecía la pena.
-Cálmese
-dijo Rieux-. Conozco el asunto, créame, y es necesario que haga una
declaración.
-¡Oh!
-dijo el otro.
Y
se dejó caer hacia atrás, lloriqueando.
Grand,
que se atusaba el bigote desde hacía rato, se acercó a él.
-Vamos,
señor Cottard -le dijo-, procure usted comprender. Podrían decir que el doctor
es responsable. Si por casualidad le da a usted la idea de repetirlo...
Pero
Cottard dijo entre lágrimas que no lo repetiría, que había sido sólo
un
momento de locura y que lo único que quería era que le dejasen en paz.
Rieux
hizo una receta.
-Entendido
-le dijo-. Dejemos eso por ahora. Yo volveré dentro de dos o tres días. Pero no
haga usted tonterías.
En
el descansillo le dijo a Grand que no tenía más remedio que hacer una
declaración, pero que iba a pedir al comisario que no hiciera su información
hasta dos días después.
-Tendrían
que vigilarlo esta noche. ¿Tiene familia?
-Yo
no le conozco ninguna. Pero puedo velarlo yo mismo.
Grand
movía la cabeza.
-Tenga
usted en cuenta que a él tampoco puedo decir que lo conozca. Pero debemos
ayudarnos unos a otros.
En
los corredores de la casa, Rieux miró maquinalmente hacia los rincones y
preguntó a Grand si las ratas habían desaparecido totalmente de su barrio. El
empleado no lo sabía. Se había hablado en efecto, de esta historia, pero él no
prestaba mucha atención a los rumores del barrio.
-Tengo
otras preocupaciones -dijo.
Rieux
le estrechó la mano. Tenía prisa por ir a ver al portero antes de ponerse a
escribir a su mujer.
Los
vendedores de periódicos voceaban que la invasión de ratas había sido detenida.
Pero Rieux encontró a su enfermo medio colgando de la cama, con una mano en el
vientre y otra en el suelo, vomitando con gran desgarramiento una bilis rojiza
en un cubo. Después de grandes esfuerzos, ya sin aliento, el portero volvió a
echarse. La temperatura llegaba a treinta y nueve con cinco, los ganglios del
cuello y de los miembros se habían hinchado, dos manchas negruzcas se extendían
en un costado. Se quejaba de un dolor interior.
-Me
quema -decía-, este cochino me quema.
La
boca pegajosa le obligaba a masticar las palabras y volvía hacia el doctor sus
ojos desorbitados, que el dolor de cabeza llenaba de lágrimas. La mujer miraba
con ansiedad a Rieux, que permanecía mudo.
-Doctor
-decía la mujer-, ¿qué puede ser esto?
-Puede
ser cualquier cosa, pero todavía no hay nada seguro. Hasta esta noche, dieta y
depurativo. Que beba mucho.
Justamente,
el portero estaba devorado por la sed.
Ya
en su casa, Rieux telefoneó a su colega Richard, uno de los médicos más
importantes de la ciudad.
-No
-decía Richard-, yo no he visto todavía nada extraordinario.
-¿Ninguna
fiebre con inflamaciones locales?
-¡Ah!,
sí por cierto, dos casos con ganglios muy inflamados.
-¿Anormalmente?
-Bueno
-dijo Richard-, lo normal, ya sabe usted...
Por
la noche el portero deliraba, con cuarenta grados, quejándose de las ratas.
Rieux ensayó un absceso de fijación. Abrasado por la trementina, el portero
gritaba: "¡Ah!, ¡cochinos!"
Los
ganglios seguían hinchándose, duros y nudosos al tacto. La mujer estaba
enloquecida.
-Vélele
usted -le dijo el médico- y llámeme si fuese preciso.
Al
día siguiente, 30 de abril, una brisa ligera soplaba bajo un cielo azul y
húmedo. Traía un olor a flores que llegaba de los arrabales más lejanos. Los
ruidos de la mañana en las calles parecían más vivos, más alegres que de
ordinario. En toda nuestra ciudad, desembarazada de la sorda aprensión en que
había vivido durante una semana, ese día era, al fin, el día de la primavera.
Rieux mismo, animado por una carta tranquilizadora de su mujer, bajaba a casa
del portero con ligereza. Y, en efecto, por la mañana la fiebre había
descendido a treinta y ocho grados; el enfermo sonreía en su cama.
-¿Va
mejor, no es cierto, doctor? -dijo la mujer.
-Hay
que esperar un poco todavía.
Pero
al mediodía la fiebre subió de golpe a cuarenta. El enfermo deliraba sin parar
y los vómitos recomenzaron. Los ganglios del cuello
estaban
doloridos y el portero quería tener la cabeza lo más lejos posible del cuerpo.
La mujer estaba sentada a los pies de la cama y por encima de la colcha
sujetaba con sus manos los pies del enfermo. Miraba a Rieux.
-Escúcheme
-le dijo él-, es necesario aislarse y proceder a un tratamiento de excepción.
Voy a telefonear al hospital y lo transportaremos en una ambulancia.
Dos
horas después, en la ambulancia, el doctor y la mujer se inclinaban sobre el
enfermo. De su boca tapizada de fungosidades, se escapaban fragmentos de
palabras: "¡Las ratas!", decía. Verdoso, los labios cerúleos, los
párpados caídos, el aliento irregular y débil, todo él como claveteado por los
ganglios, hecho un rebujón en el fondo de la camilla, como si quisiera que se
cerrase sobre él o como si algo le llamase sin tregua desde el fondo de la
tierra, el portero se ahogaba bajo una presión invisible. La mujer lloraba.
-¿No hay esperanza doctor? -Ha muerto -dijo Rieux.
La
muerte del portero, puede decirse, marcó el fin de este período lleno de signos
desconcertantes y el comienzo de otro, relativamente más difícil, en el que la
sorpresa de los primeros tiempos se transformó poco a poco en pánico. Nuestros
conciudadanos, ahora se daban cuenta, no habían pensado nunca que nuestra
ciudad pudiera ser un lugar particularmente indicado para que las ratas
saliesen a morir al sol ni para que los porteros perecieran de enfermedades
extrañas. Desde ese punto de vista, en suma, estaban en un error y sus ideas
exigían ser revisadas. Si todo hubiera quedado en eso, las costumbres habrían
seguido prevaleciendo. Pero otros entre nuestros conciudadanos, y que no eran
precisamente porteros ni pobres, tuvieron que seguir la ruta que había abierto
Michel. Fue a partir de ese momento cuando el miedo, y con él la reflexión,
empezaron.
Sin
embargo, antes de entrar en detalles sobre esos nuevos acontecimientos, el
narrador cree de utilidad dar la opinión de otro testigo sobre el período que
acaba de ser descrito. Jean Tarrou, que ya encontramos al comienzo de esta
narración, se había establecido en Oran semanas antes, y habitaba desde
entonces en un gran hotel del centro. Aparentemente su situación era lo
bastante desahogada como para vivir de sus rentas. Pero, acaso porque la ciudad
se había acostumbrado a él poco a poco, nadie podía decir de dónde venía ni por
qué estaba allí. Se le encontraba en todos los lugares públicos: desde el
comienzo de la primavera se le había visto mucho en las playas, nadando con
manifiesto placer. Afable, siempre sonriente, parecía ser
amigo
de todos los placeres normales, sin ser esclavo de ellos. En fin, el único
hábito que se le conocía era la frecuentación asidua de los bailarines
españoles, harto numerosos en nuestra ciudad.
Sus
apuntes, en todo caso, constituyen también una especie de crónica de este
período difícil. Pero son una crónica muy particular, que parece obedecer a un
plan preconcebido de insignificancia. A primera vista se podría creer que
Tarrou se las ingeniaba para contemplar las cosas y los seres con los gemelos
al revés. En medio de la confusión general se esmeraba, en suma, en convertirse
en historiador de las cosas que no tenían historia. Se puede lamentar, sin
duda, ese plan y sospechar que procede de cierta sequedad de corazón. Pero no
por ello sus apuntes dejan de ofrecer para una crónica de este período multitud
de detalles secundarios que tienen su importancia y cuya extravagancia,
inclusive, impedirá que se juzgue a la ligera a este interesante personaje.
Las
primeras notas tomadas por Jean Tarrou datan de su llegada a Oran. Demuestran
desde el principio una curiosa satisfacción por el hecho de encontrarse en una
ciudad tan fea por sí misma. Se encuentra en ellas la descripción detallada de
los leones de bronce que adornan el Ayuntamiento, consideraciones benévolas
sobre la ausencia de árboles, sobre las casas deplorables y el trazado absurdo
de la ciudad. Tarrou pone también en sus notas diálogos oídos en los tranvías y
en las calles, sin añadir comentario, salvo, un poco más tarde, a una de esas
conversaciones concernientes a un tal Camps. Tarrou había asistido a una
conversación entre dos cobradores de tranvías.
-Tú
conociste a Camps -decía uno.
-¿Camps?
¿Uno alto con bigote negro?
-Ése.
Estaba en las agujas.
-¡Ah!,
sí.
-Bueno,
pues se ha muerto.
-¡Ah!
Y ¿cuándo?
-Después
de lo de las ratas.
-¡Mira!
¿Y qué es lo que ha tenido?
-No
sé; unas fiebres. Además, no era fuerte. Ha tenido abscesos en los sobacos. No
lo ha resistido.
-Y
sin embargo, parecía igual que todo el mundo.
-No;
era débil de pecho y tocaba en el Orfeón. Siempre soplando en un cornetín; eso
acaba a cualquiera.
-¡Ah!
-concluyó el segundo-, cuando se está enfermo no se debe soplar en un cornetín.
Tras
esas breves indicaciones Tarrou se preguntaba por qué Camps había entrado en el
Orfeón en contra de sus intereses más evidentes y cuáles eran las razones
profundas que le habían llevado a arriesgar la vida por los desfiles
dominicales.
Tarrou
parecía además haber sido favorablemente impresionado por una escena que se
desarrollaba con frecuencia en el balcón que quedaba en frente de su ventana.
Su cuarto daba a una pequeña calle trasversal donde había siempre gatos
adormilados a la sombra de las tapias. Pero todos los días, después del
almuerzo, a la hora en que la ciudad entera estaba adormecida por el calor, un
viejecito aparecía en un balcón, del otro lado de la calle. El pelo blanco y
bien peinado, derecho y severo en su traje de corte militar, llamaba a los
gatos con un "minino, minino" dulce y distante a un tiempo. Los gatos
levantaban los ojos, pálidos de sueño, sin decidirse a moverse. Él rompía
pedacitos de papel sobre la calle y los animales, atraídos por esta lluvia de
mariposas blancas, avanzaban hasta el centro de la calzada, alargando la pata
titubeante hacia los últimos trozos de papel. El viejecito, entonces escupía
sobre los gatos con fuerza y precisión. Si uno de sus escupitajos daba en el
blanco, reía.
En
fin, Tarrou parecía haber sido definitivamente seducido por el carácter comercial
de la ciudad, cuyo aspecto, animación e incluso placeres aparentaban ser
regidos por las necesidades del negocio. Esta singularidad (es el término
empleado en los apuntes) tenía la aprobación de Tarrou y una de sus
observaciones elogiosas llegaba a terminarse con la exclamación: "¡Al
fin!" Estos son los únicos puntos en que las notas del viajero,
pertenecientes a esta fecha, parecen tener carácter personal. Es difícil
apreciar su significación y lo que pueda haber de serio en ellas. Es así como,
después de haber relatado que el hallazgo de una rata muerta había llevado al
cajero del hotel a cometer un error en su cuenta, Tarrou había añadido con una
letra menos clara que de ordinario. "Pregunta: ¿qué hacer para no perder
el tiempo? Respuesta: sentirlo en toda su lentitud. Medios: pasarse los días en
la antesala de un dentista en una silla inconfortable; vivir el domingo en el
balcón, por la tarde; oír conferencias en una lengua que no se conoce, escoger
los
itinerarios
del tren más largos y menos cómodos y viajar de pie, naturalmente; hacer la
cola en las taquillas de los espectáculos, sin perder su puesto, etc., etc…
Pero inmediatamente después de estos juegos de lenguaje o de pensamiento, los
apuntes comienzan una descripción detallada de los tranvías de nuestra ciudad,
de su forma de barquichuelo, su color impreciso, su habitual suciedad y
terminan estas consideraciones con un "'es notable" que no explica
nada.
He
aquí, en todo caso, las indicaciones dadas por Tarrou sobre la historia de las
ratas:
"Hoy
el viejecito de enfrente está desconcertado. No hay gatos. Han desaparecido, en
efecto, excitados por las ratas muertas que se descubren en gran número por las
calles. En mi opinión no se puede pensar que los gatos coman ratas muertas.
Recuerdo que los míos las detestaban. Pero eso no impide que corran a las
bodegas y que el viejecito esté desconcertado.
Está
menos bien peinado, menos vigoroso. Se le ve inquieto; después de estar un rato
en el balcón se fue para adentro. Pero había escupido una vez en el vacío.
"En
la ciudad hoy se detuvo un tranvía porque se descubrió en él una rata muerta,
que había llegado allí no se sabe cómo. Dos o tres mujeres se apearon. Tiraron
la rata. El tranvía partió.
"En
el hotel, el guardián nocturno, que es un hombre digno de fe, me ha dicho que
él está viendo venir alguna desgracia con todas estas ratas muertas. 'Cuando
las ratas dejan el barco...' Le respondí que eso era cierto en el caso de los
barcos, pero que todavía no se había comprobado en las ciudades. Sin embargo,
su convicción es firme. Le pregunté qué desgracia podía amenazarnos, según él.
No sabía, la desgracia era imprevisible. Pero a él no le hubiera extrañado que
se tratara de un temblor de tierra. Reconocí que eso era posible y me preguntó
si no me inquietaba:
"-Lo
único que me interesa -le dije- es encontrar la paz interior.
"Me
comprendió perfectamente.
"En
el comedor del hotel hay una familia muy interesante. El padre es un hombre
alto, delgado, vestido de negro, con cuello duro. Tiene la cabeza calva en el
centro y dos tufos de pelo gris a derecha e izquierda. Ojitos redondos y duros,
una nariz afilada y una boca horizontal le dan el aspecto de una lechuza bien
educada. Llega siempre primero a la puerta
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